Dos
años después de la masacre sucedía en la capilla de Mirasierras, el
coronel Falcón aspira cocaína y vuelve a descubrir los mismos fantasmas de
siempre. Carga sobre el cuerpo un rostro pálido orgulloso aunque
acorralado por los muertos. Hoy primero de mayo obreros anarquistas, levantan
banderas donde se exige la renuncia del Falcón
y el devenir infinito de las estrellas. El poder responde con
metralletas acompañadas por profecías de muerte cumplidas.
Tres días
más tarde, un cuatro de mayo de 1909, viudas, huérfanos y abandonados, reclaman
frente a la morgue los cuerpos de sus hermanos. La represión es aún peor, el
odio crece como una semilla que germina en corazones de espectros que alguna
vez fueron personas.
El 14
de Noviembre un hombre vestido de negro tomó el tranvía 17, se detuvo en Callao
y Quintana. Esa mañana la lluvia parecía apaciguarse. “Que el olvido no nos
olvide” gritó antes de lanzar la bomba sobre el auto Milord donde Falcón perdió
las piernas, quemó su carne y luego se hizo polvo de estrellas. Muerto por la
vida, de eso se trataba. Un suspiro de Libertad se respiró ese día. Simon
Radowitky fue condenado a una prisión nacida en el fin del mundo.
Cuarenta
siete años después en esa isla de centro América llamada Nicaragua, el poeta
errante cargo su Smith and werson calibre treinta y ocho para confesar “quería
morir con los colores de la bandera”. El otoño comenzaba. Horas antes, se
acercó al rancho donde leyó sus primeros versos, conversó con su madre hasta
que el sol se durmiera. Luego amó a su compañera por última vez, vistió su
traje color cielo y cargó su pistola. Caminó decidido hasta su destino pensado.
Sabía que su cuerpo junto a su alma ya no le pertenecían, ahora solo se
encontraba atado al devenir de los hombres.
El
poeta se paró erguido frente al Dictador Somoza Garcia para luego descargar
cinco balas sobre el bastardo, de las cuales cuatro perforaron su cuerpo y le
dieron final a su oscura existencia. Algo parecía cambiar. La respuesta
inmediata fueron una tormenta de plomo que atravesó al mártir llamado Rigoberto
Lopez Perez. Su familia, su amada, fueron torturadas, violadas y asesinadas.
Sombras.
El
devenir del pueblo el primero de enero de 1959 gritó “solo somos ochenta, pero
derribaremos a Batista”. La dignidad expresada en un abogado ortodoxo y
moralista se constituyó en playa Giron. Una mancha de tinta roja coloreaba la
historia oficial. Las calles de Cuba se llenaron de hospitales, profesores y la
tierra dejó de ser un privilegio. Luz.
Ocho
años después al borde de las ruinas del glorioso imperio Inca, un golpe militar
recupera la tierra, el petróleo y la identidad. Pero el invierno llegó, ni los
militares se salvan del capital.
El once
de septiembre de 1973 las bombas caían sobre la Casa de la Moneda. El delirio
fue dirigido por un torturador que murió
el día internacional de los derechos humanos. Antes de colocar el revolver
sobre su cabeza Salvador Allende gritó: “Superarán otros hombres este momento
gris y amargo en el que la traición pretende imponerse”. Noche.
Tres
años después, un 24 de Marzo, Gardel a las tres y diez de la madrugada, dejó de
cantar para ser reemplazado por la marcha militar. Esa noche, en el momento más
oscuro de la humanidad, el cielo volvió a llorar sangre como sucedió durante la
masacre en la capilla de Mirasierras. Volver. Sobre la urbe se decapitó todo
grito de libertad, justicia. Un par de viejas olvidadas vagaban cansadas de
desaparecer. Treinta mil rostros fueron negados por el Estado, treinta mil
cuerpos desaparecieron, treinta mil fantasmas se transformaron solo en
palabras, en pasos de familiares por las comisarias.
También
el 24 de Marzo pero cuatro años más tardes, en esa isla sin salvación llamada
El Salvador, un sacerdote que buscaba la salvación, fue asesinado de un disparo
al corazón. Oficiaba la misa en el hospital de la Divina Providencia. Intentaba
acabar con la Guerra Civil. Era un hombre conservador que denunció las
bestialidades del régimen nacido en las entrañas del infierno. “Amaba al prójimo
como a sí mismo”. En su rostro se veía la silueta de un ser tranquilo aunque
desesperado. No soportaba ver a sus monaguillos asesinados por la policía
paralela.
La
mañana de su muerte Monseñor Romero soñó con serpientes, al despertar sabía que
final se aproximaba. Gritó antes de salir del cuarto “Dios mío ¿Por qué me has
abandonado?” Vistió sus ropas sacramentales, se persignó frente a la cruz y
miró al cielo por última vez. Esperaba una respuesta. Saludó a sus monaguillos.
Antes de decir la primera palabra, la bala perforó su corazón. Cayó de espaldas
con los brazos abiertos. Miedo.
Luz y
oscuridad, oscuridad y luz colorean ese invisible polvo de estrellas esparcido
por el sur. Algo los separa, algo los une.
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