viernes, 30 de octubre de 2015

Todas las distancias por Manuel Lunari





junto mis prendas como pajaros muertos, las recojo del barro del tiempo
sin limpiarlas, las deposito una a una sobre los parpados ajenos.
Mancho sus dos ojos que son dos banquitos dispuestos a recibir
las prendas manchadas del fango del que venimos
amasados por las disposiciones de los cuerpos
unos sobre otros /otros sobre uno
como una torta de ojaldre de levitaciones epidermicas
que se asemejan tanto a la locura que debo suponer que esto es no más
que la realidad de la que venimos.

Los mancho con paciencia para que se marquen en el tapizado
de cada uno de esos cuerpos ajenos
su tapizado de ojos marrones como mi acolchado
su tapizado de ojos verdes como una jungla de loras
su tapizado de ojos azules como la disolución del mar
su tapizado de ojos que recubren las paredes

ojos salientes de los cardumenes del ethos
para volverse puro lego.

llenas todas de mis prendas, aves muertas por el pasado
por las piedras de incanzables vecinos por el pasado, 
por sus ojos que se ven hermosos por el pasado,
por esta coagulación de sangre y barro por el pasado

y ahora,
porque re-conoce y re-corre entonces
mi desnudez con todas las prendas de mi
y me puede ver por fin desnudo,
y la carne ya no es sino carne y el cosmos no es sino caos

nada hay en el mundo que no sea uno
nada hay en el uno que no sea mundo

y asumo que sus ojos ajenos
vistiendome, con prendas como lentes opticos
aptos para catalogarme en unas u otras distancias:
distancias difusas para el ardor naufrago;
distancias claras para la madrugada de los embajadores;
distancias largas para el levantamiento de nuevos santuarios;
distancias cortas y urgentes para explorarnos
pueden ya presindir de esos engaños

y saber que si nada hay en el mundo que sea uno
y nada hay en el uno que no sea mundo,
todas las distancias son todas las distancias son todas las instancias
donde no son prendas sino nosotros
que nos embarramos
para hacernos cargo.

miércoles, 28 de octubre de 2015

Anacronías por Maxi Banfi









“Cuando me muera, no habrá rosas, ni cipreses, ni labios rojos.
No habrá más albas ni crepúsculos, ni vino perfumado.
Nada en el universo existirá.
Toda la realidad depende de nuestro pensamiento”
Omar Khayyam

Este 21 de septiembre da comienzo a la primavera y dios parece estar cegándose de risa donde quiera que esté. El aroma a jazmín, la brisa cálida del norte, y los colores intensos se olvidaron de nosotros hace tiempo, y por lo pronto no muestran intenciones de regresar.
Una vez más la humedad y el frio penetran por todos los poros del cuerpo y calan hasta lo más profundo de mis huesos. Unas nubes grises y bajas cubren la totalidad del cielo hasta donde alcanza la vista y una leve llovizna  que impacta de costado congela mis pómulos y mi nariz, que gotea como una canilla descompuesta. El cielo parece querer estamparnos contra el piso  y hundirnos en el asfalto con su gran bota negra y pesada.
Entrecierro los ojos para esquivar el viento que se escurre por los costados de mis anteojos, y cuando los abro no veo más que figuras abstractas y un paisaje translucido que podría envidiar el mismísimo Dalí. Me entretengo unos segundos observando ese mundo surrealista, y allí me pierdo por unos instantes mientras mi mente divaga por los ensueños de la creación. Una gota que impacta de lleno en mi ojo izquierdo me devuelve a la realidad.
 -toma primavera, la puta madre
En la calle los pocos taxis que pasan van llenos y los colectivos están de paro desde ayer a la tarde por presiones salariales, la historia de siempre.
       -Todo esto va a reventar
Me digo en voz alta mientras ruego que por la próxima esquina se asome una lucecita roja, la luz de la esperanza, Jesús taxi, el mesías, dios hecho carne. Pero no, todo gris, todo oscuro, todo mojado. Recuerdo lo que dijo el tano la reunión pasada, estamos condenados.
El kiosquero de al lado, un sujeto de tez morena y gordo como un rinoceronte sale, como todos los días, a colocar el cartel al costado de la avenida. Esta vez, con un par de piedras y un alambre para que no se lo lleve el viento. En vísperas de la radiante primavera puede leerse “palito bombón helado” debajo de “cerveza bien fría” y  “carbón”
-          Hola hijo, que puta esta primavera ah? Que vuelva el invierno nomas, si hacía 40 grados.
-          Hola don Hugo, ¿que cuenta?
-          Plata le aseguro que no
Me contesta mirando al suelo mientras suspira, expulsando toda la tristeza del mundo en ese escape de aire involuntario. Levanta la cara, me mira y sonríe.
-          Pero que se le va hacer, hay que seguir pa delante ¿no?
-          Así es
-          Pórtese bien hijo
Le respondo con una sonrisa y vuelvo la mirada hacia la avenida. -Que día de mierda- me repito mientras intento recordar el nombre de esa película que hablaba del pensamiento positivo, la ley de atracción de los objetos y la materialización de ideas en realidades concretas.
-          Si pensas mierda atraes mierda - me repito, e intento apartar los pensamientos nocivos de mi mente y  espíritu. No obstante en el fondo de mí ser lo único que escucho es la palabra mierda. Día de mierda, sociedad de mierda, mundo de mierda, taxi de mierda.
Repentinamente, entre el fondo esmerilado y surrealista de los lentes, logro divisar una pequeña luz brillante que se acerca hacia mí. Así se debe sentir cuando se les materializa la virgen a los enfermos, pienso para mis adentros mientras extiendo un brazo para ser alcanzado por su divina providencia.
El milagro amarillo se detiene, beso la cruz en mi pecho y la vuelvo a esconder debajo de la camisa para que nadie la vea.
Ingreso en el vehículo y saludo al chofer que no emite palabra y espera expectante mis indicaciones.
-          A villa resplandor
El sujeto pone primera y acelera. Sube el volumen de la radio mientras menea la cabeza con gesto de reprobación frente a las noticias amarillistas del lunes. 2 jóvenes de Morón, de 20 y 22 años descuartizan y queman a sus padres mientras duermen, tipos buenos y laburadores según la locutora. Siento la mirada del  taxista  que me estudia por el espejo retrovisor y no me animo a devolverle el gesto.
-          Qué mundo loco  que nos toco pibe eh
 No me queda opción, lo miro y dibujo una mueca falsa de consternación mientras asiento con la cabeza dos o tres veces para legitimar el comentario. Mientras procedo de forma automática y refractaria para no entrar en discusión, no puedo dejar de observar las ojeras que se forman por debajo de sus parpados, tan claramente delineadas que pareciera habérselas dibujado antes de salir a trabajar aquella mañana.
En la espalda, sus omoplatos y cervicales forman una joroba parecida a la de un dromedario,  y  su hombro se encuentra levemente inclinado hacia la derecha para acomodarse a la palanca de cambios. Pareciera ser que paulatinamente este mapache camélido se va amoldando a las exigencias del taxi, convirtiéndose en parte del conjunto de tuercas, tornillos y arandelas que componen el vehículo.
 ¿Le intrigará como es la vida fuera de ese cubículo? O simplemente se acostumbró tanto a su incubadora con ruedas que le teme al exterior. Allí hay miedos, inseguridades, gente que lo interpela, lo pincha, lo molesta. No, afuera es un problema, afuera es el infierno. Mejor el taxi, el pequeño habitáculo de comodidad, la nubecita de algodón amarilla del querubín dromedario que todo lo contempla desde las alturas, por sobre la vida mediocre y cotidiana de los mortales. Adentro está seco y cálido, y  el aroma a lavanda proveniente de la tarjetita del lavadero perfuma el ambiente. El taxi entibia el corazón, da cobijo, resguardo, amparo.
-          ¿O  me vas a decir que no es así pibe?
-          ¿Qué? Disculpe no escuche bien
El taxista baja el volumen de la radio que ahora parlotea sobre narco política, escándalos, lavado de dinero y  corrupción.
-           los políticos, que están en el negocio de la droga, si compran a la policía, además de paso se llenan de plata, ¿y eso quien lo banca? nosotros, y después agarran a un flaco con un porro y le pintan los dedos. Los ladrones más grandes son ellos, pero en este país tienen impunidad, fijate Méndez, ahí está, es senador ¿no?  Y es intocable.
-          ¿Quién?
-          No voy a decir el nombre pibe, es de mala suerte. Si habremos aprendido eso por las malas nosotros, usted no sabe porque es joven, Méndez… la reencarnación del chacho. El de las patillas de acero. El redentor del pueblo.
-          Ah sí, sí, ya sé quien dice
Le respondo sonriendo, señal de haber entendido la confidencia, y con una risa falsa tan mala que delata mi falta de interés. La debería mejorar.
-          ¿Te molesta si fumo?  Pregunta mientras saca  un parisién tabaco negro de una cajita plateada que lleva en el asiento del acompañante- que sujeto extraño, me digo a mi mismo y apenas puedo disimular mis pensamientos. Noto que me está observando con el pucho en la boca y un encendedor en la mano y me apresuro a contestar.
-          No, no, no hay problema, mientras me convide uno
Me alcanza el pucho y me da fuego, como las camareras de los clubs de stripper de las películas yanki. Me había prometido no fumar, pero como negarle un cigarrillo a este clima, a esta tristeza. Siento la puñalada luego de la primera bocanada.
-          Che pibe decime, ¿vos que vas a hacer a ese lugar? – me pregunta el taxista con el pucho en la boca mientras da una profunda pitada de su parisién.
Siempre fui desastroso para mentir. Se me acelera el pulso, transpiro, se me enrojecen los pómulos y miro erráticamente para todos lados.
-          Apoyo escolar, para la facultad
-          Ah, ¿y qué estudias?
Contesta el sujeto, dejando el aire colmado de un silencio tenso e incomodo. Comienza a observarme con aquella lastima con la que se mira a los enfermos terminales que creen que pueden sanar, y  pienso que le diría la verdad tan solo para que deje de mirarme con esa expresión.
-          Sociología,
-          Ah
La hora. Se hace tarde, miro el reloj, 9:20, tarde,  muy tarde.
-          ¿Qué dirección me dijiste?- Escupe el sujeto para cambiar de tema y descomprimir la atmosfera
-          No, no, ahí nomas, donde empieza la plaza – le digo mientras señalo un banco despintado y partido por la mitad.
-          Bueno te dejo ahí, ojo pibe que este barrio es re jodido eh, yo que vos con esa mochila ni me asomo por acá
Me dice, observando el exterior  nerviosa y atentamente, como un animal que busca su presa, con todos los sentidos alerta ante cualquier indicio de movimiento.
-          Si si, está bien vengo siempre.-
 Mentira.
Bajo del vehículo y el frio me pega una bofetada. Lenta y cuidadosamente retiro la mochila del asiento y me la cargo al hombro, los explosivos son pesados.
A mí alrededor no se ve un alma, ni una sola persona fuera de su casa. Las nubes y el frio siguen consumiéndolo todo. Del bolsillo de atrás de mi pantalón extraigo algo así como un croquis, un mapa del lugar, donde señala la ubicación a la que tengo que ir, y la persona que tengo que contactar, un tal “león”. Observo  a los costados y noto que la realidad se asemeja muy poco al precario dibujo gastado que me entregaron la tarde anterior.
Los nervios, los miedos y las dudas comienzan a penetrar por todos los poros del cuerpo, y siento como mi corazón repiquetea a destiempo dentro de mi pecho. Un vacio vertiginoso dentro de mi estomago comienza a subir hasta colmarme los pulmones, que se expanden y se contraen de forma errática y acelerada. Pienso en mis hijos, que no tengo, que no voy a tener. Intento aquietar mi nerviosismo buscando desesperadamente la cruz que reposa en mi pecho. Cuando doy con la pequeña figura dorada, la extraigo de su guarida, acerco mis labios al cálido metal y comienzo a rezar.
 La oración permite calmarme y comienzo  observar el panorama a mí alrededor. Una sensación de profunda tristeza inunda mis pulmones. Frente a mi puedo observar una plaza que agoniza. De lo que en algún momento fueron hamacas, tan solo quedan las cadenas, y mas allá las tablas que se arrastran por la tierra. Los subibajas y las calesitas se encuentran oxidados y putrefactos, y las malezas se elevan por sobre toda la desolación. Las calles están colmadas de bolsas de residuo, papel higiénico, pañales, y toda suerte de desperdicios. Sujetado  de la rama de un árbol se puede observar un banner de coca cola gastado y tajeado. Una niña afroamericana sonríe, con dientes blancos y relucientes mientras sostiene una botella del líquido negro, debajo de su torso todavía puede leerse “destapa felicidad”.
Los niños no juegan  más en aquel lugar. La plaza aparece  más bien como un testigo, como una prueba eterna e insoslayable de opresión, en los límites de la realidad, donde no se puede ver, donde el progreso va nada más que a tirar la basura, los escombros. Allí las criaturas salvajes merodean por el bosque, son bestias o dioses. La historia deja a su paso los escombros del progreso, me acuerdo de algo que leí, “resistir se hace inevitable, tan necesario como respirar”. Todo se resiste.
Una sonrisa se dibuja en mi rostro y siento que todo lo que hay allí es valioso. Eso que se presenta ahí es honesto, se deja ser, es sincero consigo mismo. Desde ese aparente lugar del desecho y la herrumbre,  veo surgir una luz cegadora. Es inevitable, La revolución se hace necesaria por la naturaleza de las cosas. Dios nos va a perdonar. Pero todo esto tiene que explotar.
Tomo una profunda bocanada de aire y me acomodo las tiras de la mochila. Comienzo a caminar por los estrechos pasadizos de la villa cubiertos de barro, aguas servidas y basura. Por un momento pienso en todos los sueños que nunca voy a poder concretar.
Me imagino de cuarenta años, en la galería de una casa grande en el campo, observando a mis hijos, un niño y una niña corriendo entre una alameda plateada, jugando a tirarse chorros de agua con una manguera mientras ríen y saltan para esquivar los ataques. Sueño con mi hija, que me mira con unos ojos negros enormes y profundos, diciéndome te amo papa, mientras pasa su mano alrededor de mi pecho y apoya su oído en mi corazón. Una mujer al otro lado de la habitación nos mira y sonríe, y ese momento es infinito.
Mis ojos se humedecen, el barro se filtra por los huecos de mis zapatillas a medida que transito las pequeñas calles de la villa. ¿Qué carajo estoy haciendo? No sé, pareciera ser que hay algo más allá de mí y a la vez tan profundamente mío que me empuja por este camino, como una inmensa masa de energía invisible que me toma por completo.
Me seco las lágrimas con la manga de mi campera mientras recuerdo una frase de un libro que leí hace un tiempo, “Nosotros somos los muertos”.
Repentinamente siento una seguridad de hierro que se apodera de mi ser, camino con pisadas firmes y  un ritmo constante.
 Sonrío y pienso que nunca fui tan feliz como en este preciso instante.


miércoles, 21 de octubre de 2015

la relatividad del tiempo por Lucas Debandi



“La feria es un mar de gente, si te llegás a perder no te encontramos nunca más. Agarrame siempre fuerte la mano y no me la soltés.” Esas palabras se quedaban resonando en mi cabeza de cinco años, se grababan a fuego. Muy rara vez una madre sentencia las palabras “nunca más” a un chico tan chico con ese nivel de seriedad. Muy rara vez le traslada de esa manera a un niño una parte de la responsabilidad por su propia vida. El ser humano es una especie de mono que nace muy prematuro, que en sus primeros años depende excesivamente de sus cuidadores. Es muy especial la situación en la cual debe valerse casi exclusivamente por sí mismo para sobrevivir durante sus primeros pasos en este mundo. Por eso las palabras de mi vieja se me marcaron fuerte, y me prendí de su mano, entendiendo que de eso dependía mi vida.
La feria no era un mar como me había advertido mi mamá, era un más bien un río. Un río ancho y caudaloso, de una corriente brava y constante de gente, de unas dimensiones que yo nunca había visto. Y encima estaba en Chile, un país donde no solamente el acento era distinto, sino que además algunos de los pocos gestos que yo había aprendido para comunicarme con las personas tampoco servían. Yo sabía contar hasta diecinueve, pero la cantidad de puestos en esa feria era muchísimo mayor. Cebollitas en vinagre, linternas para la frente, ropa usada de otras épocas, zapatillas nuevas, aceitunas del Guajo (con amargo y sin amargo),muchas paltas, mote con huesillo, aritos, taladros fabricados en China, bolsos y mochilas, duraznos pelones, brochettes de pollo y de cerdo, lentes de sol, toallones con el escudo del Colo Colo, empanadas de hostión queso, bolsitas de machas y de locos, limones comunes, grandes y chiquitos, hamacas paraguayas, helados, radios de bolsillo, cuchuflí, maní, barquillo y juguetes, más juguetes juntos que en una juguetería: dinosaurios de caucho impresionantes, espadas con luces, soldados completamente articulados que venían con 4 armas cada uno, pistolas de agua con cartuchos recargables, botes inflables amarillos para navegar en el mar, juegos de construcción con tuercas y tornillos de plástico gigantes para armar máquinas de mentira… Mi vida dependía del apriete de mi mano, pero mi infancia pudo más que mi responsabilidad de niño y me perdí viendo los juguetes de fantasía, que proliferaban en esas tierras trasandinas.
Tomé consciencia de que le había soltado la mano a mi mamá cuando ya era demasiado tarde. Miré para todos lados en el pequeño radio que alcanzaba a ver entre personas apretadas que medían el doble que yo, pero no encontré ninguna cara conocida. No tenía idea de dónde estaba la entrada de la feria o el auto, ni menos de dónde quedaba la casa que estábamos alquilando, ni muchísimo menos de para qué lado quedaba la Argentina. Empecé a recorrer la feria caminando rápido, arrastrado un poco por la corriente humana, haciendo puchero pero sin soltar el llanto, porque entendía que tenía que estar lo más lúcido posible para reencontrarme con mis seres queridos, que me estaba jugando la vida. Me invadían imágenes terribles de cómo sería afrontar la vida sin el confort de mi familia, hasta escuchaba una voz que me recriminaba el aburguesamiento de haberme acostumbrado a la comodidad de que me garanticen el techo y la comida, siendo que desde los 3 años, es decir desde hacía casi la mitad de mi vida, ya intuía cómo se resolvían esos problemas fundamentales del hogar. Apretaba los dientes para no pensar y ya corría (o nadaba), aferrándome a la esperanza de recuperar mi vida familiar, de sostener la dependencia aunque fuera algunos años más, porque pensaba que a los 10 ya iba a estar preparado para enfrentar el mundo por mi cuenta, y en la Argentina, no en un país desconocido donde la gente se hablaba tan rápido y de tu.
Las lágrimas me empezaron a recorrer las mejillas cuando sentí que me levantaron desde las axilas. Un adulto desconocido (de esos a los que no hay que aceptarle los caramelos) me agarró sin preguntarme y me subió a sus hombros. Alcancé a darme cuenta de que era una mujer, de unos treinta años, morocha, con el pelo largo, chilena. No entendía bien la situación, hasta que la la mujer empezó a aplaudir. Entonces un grupo de unas quince personas se fueron dando vuelta y, formando una ronda alrededor nuestro, se sumaron al aplauso. Era un aplauso cerrado, contínuo, y todos con los ojos puestos en mí: sin ninguna duda era yo el objetivo del festejo. Entonces, como una revelación, me di cuenta de lo que estaba pasando: Esas personas eran una comunidad que vivía en esa feria, que se habían perdido allí cuando eran chicos,y que habían crecido acompañándose unos a otros, formando una especie de clan durante toda su existencia, atrapados y sin poder irse nunca de ese lugar. Aquel era un aplauso de bienvenida, un ritual por el que pasaban todos los niños perdidos que se incorporaban a ese raro estilo de vida, condenados a vagar eternamente entre mucha gente y ropa usada, durmiendo en los puestos cerrados como si fueran carpas, alimentándose de aceitunas, uvas y cebollitas en vinagre que les regalaban los vendedores.
Exploré cada una de las caras de los aplaudidores, sin poder resignarme a que esas mujeres y esos hombres extraños serían, de ahora en más, mi familia. Ahí el llanto me explotó desde la garganta como un vómito de sangre contenido. Y mientras lloraba a los gritos me atormentaban la mente unas imágenes de mi mismo pero ya adolescente, dentro de unos años, con la misma ropa que llevaba puesta en ese momento pero ajada,  quedándome extremadamente chica, con la punta de las zapatillas cortadas para poder sacar los dedos de mis pies grandes, muerto de hambre, intentando comer una cebollita en vinagre pero con la lengua asqueada y retorcida de tantos años sobreviviendo a base de ese gusto tan ácido. Me imaginé con envidia a mis amigos del jardín, del otro lado de la cordillera, creciendo como chicos normales, yendo a la escuela, durmiendo en sus camas limpitas, comiendo comida caliente que les hacían sus madres, que además les daban besos y los abrazaban… No pude evitar imaginarme la vida cotidiana de esos pibes que vivían cerca de mi casa en Mendoza, que dormían en la calle, que revolvían la basura, esos que veía todas las semanas sin pararme ni un minuto a pensar en lo duro de sus días.
Deben haber pasado unos diez minutos de aplauso hasta que pude ver a mi abuelo entre la multitud, que me venía a rescatar cuando yo ya pensaba que no había más remedio que cambiar mi vida para siempre. Cuando me encontré con mi vieja, y fui saliendo del estado catatónico, ella me explicó que esa gente que me había encontrado aplaudía en forma de alarma, que de esa manera la familia del chico perdido se orientaba para encontrarlo siguiendo los aplausos. Pero esos veinte minutos terribles que estuve perdido no se me borraron con esa explicación tan lógica. Fueron los veinte minutos mas trágicos de mi vida. Porque no hay que entender de física profunda para darse cuenta de que el tiempo es relativo. Las personas vivimos en este momento, pero inventamos eso que se llama tiempo para estirarlo y apretarlo como si fuera un chicle. Uno está siempre en el presente, pero también está en los lugares que lo marcaron para llegar a este presente, y a la vez está en los lugares a los que espera llegar en el futuro. A los cinco años empecé a entender que las personas vivimos todo el tiempo proyectadas, para atrás y para adelante, pasado y futuro, condensando en cada instante el largo entero de toda nuestra vida.

lunes, 19 de octubre de 2015

Tres relatos tres por Martin Perea








Monstruos y Placards
"Cuando Juan cumplió treinta y ocho años descubrió el secreto para poder viajar en el tiempo. Desde entonces, solía volver a su infancia, a aquellas épocas donde los monstruos en el placards eran su única preocupación.
Allí, el Juan adulto se escondía en el placards y se observaba a sí mismo dormir, tratando de aprender algo de la vida."
***

“Y vivieron felices para siempre”
Como todos los viernes después de una buena pasta, la Dama y el Vagabundo fueron al cine en busca de una escapada de la rutina. La película pocas veces importaba, la idea era tener un tiempo para ellos luego de una cansadora semana de trabajo.
Al ubicarse en sus asientos, las luces de la sala se atenuaron y el film comenzó a rodar. Al poco tiempo de comenzada la función, el Vagabundo sacó un paquete de Rocklets de su bolsillo y al abrirlo dedicó una mirada esperanzada a su pareja.
-Si sale gris nos casamos.
***

“Salvación del norte”
"-¿Dónde están los premios nobeles de la paz cuando se los necesitan? - volvía a preguntarle Fátima a su hermano.
Ahí están - decía Abdulá señalando los aviones de guerra en los cielos - Haciendo llover la paz sobre nosotros.

Días después, el hijo de Abdulá falleció ahogado lejos de su padre. Los medios dedujeron que el agua lo había arrastrado hacia aquella orilla en solitario. Abdulá sabía bien que su hijo se había ahogado con paz, paz caída del cielo. Y otra vez sobran los medios pero falta comunicación."

viernes, 9 de octubre de 2015

El reloj marca las cuatro por Lukas




 El problema no es que duerma, el problema es que no quiere despertar.


La habitación pequeña coloreada por pinturas opacas, es iluminada por el sórdido  tubo fluorescente. Sobre la incomoda cama, los ojos de Camila parpadean con el temblor de sus manos inconscientes; el cuerpo confiesa reflejos esenciales. El reloj marca las  cuatro mientras la ventana muestra seres insomnes que esperan las luces verdes para avanzar. Las bocinas no se escuchan pero las personas tampoco gritan.
El ventilador gira sin permiso aunque Horacio siente el pesado sudor caer sobre la espalda. Ese no es su mundo.  A su derecha el rostro de Dolores es un océano verdoso que no acepta el invierno; solo repite despierta, despierta.
El reloj marca las cuatro. La enfermera obesa, con cabellera corta colorada, se acerca a Camila. -Estas drogas relajaran sus estímulos- susurra.
Horacio asiente con la cabeza.
-Despierta- grita Dolores.
Camila tiembla menos. Horacio se siente agotado pero no cierra los ojos, cree que ya está dormido. Quiere levantarse de aquella incomoda silla y acariciar las manos de Camila. No lo hace, tiene miedo.
¿Habrá alcanzado el sueño? Todo  flota en una eternidad inmóvil, Horacio no está seguro. Intenta hablar con Dolores, pero ella no responde.
Se levanta hacia la ventana para  encender un cigarrillo. No se atreva a mirar a Camila. El  sol no lo abriga, los autos no avanzan, el semáforo no cambia y el humo de la nicotina sabe a nada. Le duelen los huesos de la mano pero las cenizas del tabaco no lo queman. Se piensa encerrado en una cárcel construida por su mente. Suda aunque el ventilador gire, aunque el sol no caliente.  
-Despierta-
Ve a Camila desde la distancia de su cobardía. Los ojos de ella parpadean como dos faroles en la oscuridad. Igual a las luces que no vio mientras manejaba. No logró frenar a tiempo. Camila no llevaba el cinturón de seguridad, su cuerpo se estrelló contra el asfalto. Horacio se salvó.
-¿Por qué yo? Ella tenía dieciocho años. Ella merecía vivir, no yo- piensa
Camila resiste, casi sin fuerzas pero resiste.
Horacio es el único que la escucha. Dolores llora sin pensar en Camila porque  piensa en su dolor y la olvida. El problema no es que duerma, el problema es que no quiere despertar.
No puede cerrar las cortinas de la habitación ni apagar la luz, ni si quiera tiene fuerzas para encender otro cigarrillo. El reloj marca las cuatro. A Horacio le comienza a irritar los gritos  de Dolores,  desea expulsarla, pero luego reflexiona, a Camila no le importa. Escucha un respiro inconsciente.
-Despierta-
La enfermera se acerca, esta vez es una mujer hermosa con ojos color miel y un escote con perfume de vainilla.  En su pálido brazo derecho lleva la jeringa.
-Esto tranquilizara sus reflejos- dice la enfermera  luego inyecta la aguja en el brazo izquierdo de Camila. El reloj marca las cuatro.  
Aunque la muerte se vista de enfermera,  se esconda entre jeringas y los gritos de Dolores, Horacio sabe que Camila respira; desea abrazarla pero tiene miedo.
 Pequeñas manchas amarillas rodean sus ojos, alguien acaricia su mano. Horacio revisa el lugar pero encuentra la misma imagen de siempre. Siente escalofríos. Camila mueve su dedo meñique.
Horacio tiene miedo, no quiere que sea mañana, porque mañana el día de hoy muere y si el día muere, tal vez Camila muera.
Horacio siente el golpe en la mandíbula. Camina por la habitación como el león encerrado en la jaula. Una  gotera roja le cae sobre la cabeza.
Camila no puede morir porque es Dios. Todos somos dios en cierta forma y si dios muere el mundo de Horacio desaparece
- Cuarto del orto, ni una mugrienta radio. Solo mis pensamientos- reflexiona Horacio.
 El reloj marca las cuatro y la ciudad no avanza.
-Despierta-
Dolores llora sin importarle el caer de la gotera roja.
-Hay que esperar, el paciente esta estable- dice el doctor al esconder las manos arrugadas en los bolsillos.
-¿Solo eso me dice doctor?- Grita Horacio luego siente convulsiones en el cuerpo.
Desea tomar un café pero no quiere alejarse de Camila. Dolores grita. El muchacho observa su pequeño  universo y para su sorpresa, no encuentra un baño. Es la primera vez que lo nota, aunque la vejiga no exige nada.
Ya no tiene miedo, abraza a Camila pero es como tocar una  sábana sucia, real como  el viejo colchón de una cama usada por otros muertos. Impotente, Horacio llora pero no percibe la humedad de los ojos sobre las mejillas. Alguien golpea su pie izquierdo aunque el dolor se expande por todo el cuerpo.  Se paraliza, vomita agua y las gotas rojas que caían del techo, son ahora un diluvio que cubre los pies de Camila. Dolores llora, el reloj marca las cuatro.
-Despierta-
El aguacero rojo destruye el cielo raso. Quiere proteger a Camila pero no puede moverse. La corriente arrastra su cuerpo, la habitación. Horacio grita desesperado porque su universo es arruinado por ríos de realidad.
Es expulsado hacia el cielo infinito, las nubes no lo detienen, el sol no lo protege, solo cae. Un fuerte golpe en la espalda le anuncia el final del descenso, se levanta-no entiende como todavía esta vivo- Los ojos no encuentran el asfalto, ni los edificios, ni los autos, ni  a las inmóviles personas; solo hallan un espacio blanco, sin suelo, sin techo, sin edificios, sin sol, sin personas, sin ciudades, todo es  blanco. Vomita agua.
El corazón de Horacio late como el trote de cabellos liberados. La boca escupe miedos sin palabras junto a los  ojos que pierden la percepción. Cansado de los golpes de su corazón, cae des espaldas sobre lo blanco. Tiembla. 
-Camila ¿ Dónde estas carajo, donde estas?- Grita Horacio luego descubre que sus ojos ven dos ojos conocidos.
Quiere cerrar sus pupilas y olvidar el daño que sufre para entregarse a esa tranquila nada blanca, pero un golpe eléctrico lo despierta.
-Despierta- grita Dolores.
 Los ojos de Horacio se abren en un cuarto luminoso con paredes amarillas. Camila lo saluda sentada su lado. Ella no lo puede creer,  él no entiende. El  reloj frente a sus ojos marca las cuatro.
Dolores observa el despertar de Horacio y cambia su llanto por una sonrisa tranquila. El sol brilla sobre las nubes que bailan la misma canción de siempre. En la urbe se escuchan las bocinas de la ciudad y el reloj marca las cuatro y cuarto. En  la televisión pasan una novela mejicana. A su derecha se encuentra el baño. La mente no entiende pero no importa, se levanta de la cama y abraza a Camila; huele su perfume, acaricia sus pequeñas mejillas para sentir las diminutas lágrimas de ella sobre sus dedos.
 -El choque  fue fuerte, casi te matas Horacio, creí que nunca despertarías- dice Camila. El reloj marca las cuatro y veinte.   

9 de Octubre un Tal Lukas







viernes, 2 de octubre de 2015

Burbujas por Ana Sofia Rey







Era una tarde calurosa y el cielo encapotado indicaba que en cualquier momento se venía la lluvia. Renata suspiró, a su izquierda se levantaba una montaña de platos, fuentes y vasos, sucios. La fiesta por los setenta años de Mari Carmen había sido todo un éxito, tanto por la concurrencia, como por la escasez de pleitos familiares.

Le llamó su atención la consistencia del detergente, mucho más espesa que lo habitual. Deslizó la esponja sobre una ensaladera de cerámica, pensando en lo útil que resultaría un lavavajillas en ese momento. Abrió apenas el grifo para enjuagar la fuente. La cerró de golpe cuando una burbuja del tamaño de una pelota de hand ball apareció en la ensaladera. Le daba una lástima profunda reventarla, prefería en cambio contemplarla como a una joya, el tiempo que durara el espectáculo.  Con cuidado, Renata acomodó la fuente sobre la mesa redonda de la cocina.

Continuó la tarea con una jarra de cristal suizo. Bastaron unas gotitas de agua para que las burbujas aparecieran de nuevo. Esta vez, eran aproximadamente una decena, amontonadas como sardinas dentro de la jarra. Con la misma delicadeza que había usado con la ensaladera, Renata trasladó la jarra hasta la mesa. El fenómeno de las burbujas comenzaba a parecerle inusual.

Frente a la pileta de la cocina había una gran ventana que le permitía ver cómo los más viejos tomaban mate a la sombra de un algarrobo, mientras sus niños pateaban penales en un arco improvisado. Le daba bronca que los hombres nunca lavaran los platos en las reuniones familiares. En su casa, Ernesto fregaba igual que ella; pero ahí, reunido con otros paters familia, parecía un ícono más de la cultura machista.

Al enjuagar los cubiertos, diez glamorosas burbujas se adhirieron a su blusa. En vez de decrecer, la intensidad del problema empeoró con los platos, treinta ejemplares de porcelana cubiertos con grasa de vaca, pátinas de aceite y acheto balsámico. Los enjuagó con rapidez pero el fenómeno era imparable, en diez minutos las burbujas habían tomado la mesada redonda e iban ocupando la superficie de la heladera y el microondas. En el reflejo de la ventana pudo ver que su cabello ondulado se estiraba hacia arriba en esferas transparentes. Pensó que lo mejor era sacarse los zapatos de taco para evitar un resbalón, producto del contacto con las burbujas, que ya copaban el piso. Parecía mentira que un chorro de detergente pudiera generar tanto escándalo.

Muerta de calor, Renata se acostó en el lugarcito que aún quedaba libre en el piso de la cocina. Era fantástico ver las burbujas, que se iban amontonando en el techo, formando figuras polisémicas. El frescor que emanaban las baldosas en su  espalda, le aliviaba los cuarenta grados de sensación térmica.


Así estaba cuando apareció  Maxi dando pasos cortos e inseguros. Renata se sentó para recibir al gurí, que caminaba derecho hacia sus brazos. Sólo cuando  Maxi atravesó la burbuja sin pincharla, Renata se dio cuenta de la fina y transparente capa que la separaba del mundo. Desde allí podía ver a su hermana, la mamá del Maxi, que terminaba de lavar los platos sin los inconvenientes burbujísticos que le habían hecho la tarea imposible minutos atrás. Volvió a escuchar, como en la adolescencia, la frase de su madre: “hija, vivís en una burbuja”. Ahora podía decirle que tenía razón, ella vivía en una burbuja de esas que se ven de muchos colores cuando las atraviesa un rayo de sol y se elevan fácilmente con apenas un soplido de niño. Lo comprendía todo en ese instante, en que Maxi se elevaba con ella y atravesaban juntos la puerta del patio, empujados por una suave brisa de verano.