Se levanta
temprano aunque odia el frío de la mañana nublada. Busca su reloj pulsera.
Respira el olor húmedo de la neblina mientras su gato Aureliano le roza las
piernas. El relojero con cierta envidia, contempla el sueño tranquilo de Eva. Tiene
los ojos algo cerrados, por eso realiza pasos torpes en el pasillo sin usar las luces. Todavía no
está listo para enfrentar la mañana.
Bosteza. Enciende la hornalla y deja el agua calentar.
Nervioso, con su aliento sucio, huele el Nescafe. No le
importa, el ronquido de Eva lo tranquiliza. Moja su rostro, vierte la pasta
dental sobre el cepillo, oye el
particular silbido de la pava. Con cuidado el relojero avanza por la
casa ya que no desea despertar a la doctora. Deja la pava reposar por unos
segundos, un buen café requiere aguas calmas. Hunde cuatro cucharadas de
instantáneo sobre la taza. Antes de batirlo lo huele por última vez. Sentado en
el comedor, vigilado por Aureliano,
prueba el primer café amargo del día. Ya puede enfrentar la rutina.
Suele el
relojero esperar el colectivo, con la sensación de ser un fantasma que cumple
la misma condena todos los días. La escarcha moja su nariz. Entre obreros
arrugados, profesores cansados y estudiantes perdidos en islas de miedos, una
gorda habla sobre el precio de la cebolla. El colectivo salta.
-La vida
continua- murmura para tocar el timbre sobre Boulevard Perón.
El relojero
se siente tan olvidado como esas dos
viejas que beben café con leche en ese
barsucho atendido por cucarachas. Escucha lo locomotora del tren. No desea
hundirse en la congoja; cierra los ojos y se deja arrastrar por el perfume de
Eva que gira sobre la cama hasta que siente la lengua espesa de Aureliano en las mejillas. Luego se estira con un bostezo
ruidoso. Abre las persianas y el sol viste su silueta de mujer. Acaricia su
tatuaje floreado, después busca ropa
interior limpia, su lambo verde y sus zapatillas de lona rojas. Eva prende la
radio para tararear esa canción de Led zepelín que tanto necesita.
Se acerca
al naranjo para buscar sus frutas preferidas. Es acompañada por el aleteo de
tres mariposas. Aureliano corre alrededor de sus pies mientras ella chasquea los
dedos y calienta agua. Saca de la alacena yerba aunque en realidad todavía sueña
con serpientes. Bebe el último mate
amargo y el gato salta entre los muebles. Mastica criollos pero no deja de preocuparse
por las hormigas que avanzan sobre las
naranjas.
Eva
realiza saltitos por calle Neuquén hasta llegar al Registro civil. Piensa un
poco en algo que no sabe muy bien que es. Sentada en el mismo banco de siempre
frente a la fuente de Plaza Colon,
prueba un cigarrillo. Antes de entrar al hospital, conversa con el cafetero
sobre la salud
-Ando con
unos dolores de cabeza tremendos doctora-
-Usted
tiene que tomar menos don Osvaldo- Sugiere
Eva, ve los ojos rojos del cafetero y se
preocupa por las horas nunca recuperadas. Extraña al relojero que agotado,
busca entre sus vaqueros viejos una etiqueta de Marlboro. Le ofrece un
cigarrillo a esa mujer bajita y embarazada llamada Leticia, parada en la
galería de un local coreano; cambia su cuerpo por monedas. Comparten un cigarrillo
sin decir nada.
-Me tengo
que ir- confiesa.
Leticia
apenas lo saluda con la sonrisa triste. En la esquina de la terminal de
ómnibus, bajo la sombra de dos álamos marchitos, se ve la silueta de ese ciego
con barba que vende pilas, películas piratas y lapiceras. A su lado pelos
pintados de amarillo, cambian dos cajas de alfajores artesanales por dos pesos.
El relojero cruza por las boleterías hasta llegar a su destino e imagina que Eva debe vagar distraída por los
pasillos del hospital La Maternidad. Una camilla la lanza contra la ventana. En
la pared de enfrente, una mujer le da la teta a su hijo y con la mano derecha
tranquiliza a su nena que no para de llorar. Aburrida, Eva acaricia su
flequillo para recibir en la sala de urgencias dos mujeres
-La nena
ya no come. Tiene nauseas- dice la mayor.
-Aja ya
veo, ya veo. Resulta que la nena ya no es nena. Su hija va a ser mamá- responde
Eva sin sutilezas.
Madre e
hija se miran en silencio hasta que alguna de las dos llora. La otra la
consuela. Eva las abraza un rato sin saber que Marcos saluda al relojero. Luego
le dice con sus brazos apoyados sobre un carro de maletas:
-Que haces
querido, ya vamos a comer un asadito. Vos sabes que me duele la espalda-
-Y claro,
lo que pasa es que vos no haces nada a parte de laburar- responde el relojero.
El humo de
los colectivos lo hunde en la realidad.
-Ya me voy
a comprar una bici robada. Son más baratas licenciado. Voy a venir al trabajo
en bici, ya vas a ver- Remata Marcos.
-Es buena
esa ¿Vos donde vivías?-
-Allá al
sur, en Inaudi-
-Ah cierto
¿Queres un pucho viejo?-
-No
gracias Pa. Vuelvo al trabajo, va a llegar un colectivo de Buenos Aires
chabón-Sonríe Marcos perdido entre las maletas.
-Dale, suerte
con eso- Contesta y mira la hora.
Al
escuchar el aullido del lobo, el relojero sabe que la jornada laboral concluye.
Asciende por la escalera eléctrica detrás de un travesti que carga jaulas vacías.
Ve los colectivos estacionados en los andenes, el correr apresurado de los
viajeros, dos enamorados abrazados. En la segunda escalera antes de salir de
ese monstruo de cemento, descubre a la mujer de ojos celestes y tarros de
plástico. Rodeada de palomas, saca un cigarrillo y le pide fuego con el único
fin de preguntarle la hora.
-Son las
siete- responde el relojero
-Siempre
son las siete- afirma la mujer de ojos celestes pero no se imagina que las luces
del hospital pintan terapia intensiva. Los nocheros o médicos de turno inician
su guardia acompañados por residentes nerviosos. Eva busca su mochila de
colores y se despide. Se saca la caspa de la cabeza con sus dedos finos. Sin
notarlo se pierde por las calles de Alberdi. Escucha la sirena de policías
inquietos. Ve a un hombre acostado en la misma esquina de siempre protegido por el mismo local abandonado de siempre.
Aureliano
aúlla por la ventana cuando huele los cigarrillos de Eva que recorre la casa a
oscuras. Led zepelín suena por los parlantes otra vez, y con los ojos cerrados,
ella levanta las manos mientras mueve la cintura. Al rato la ducha la cubre con
gotas de tiempo. Piensa en Aureliano, en los relojes, en sus naranjas, en las
hormigas, en una canción pero no encuentra el shampoo y recuerda que la
ciudad se ve distinta sobre el Boulevard Illia; no hay mujeres olvidadas, ni
Leticias ausentes. Tampoco se escuchan las locomotoras de un tren fantasma. Los
automóviles, los colectivos parecen nuevos. Todas las luces funcionan y no se
respira el olor a cloaca. En ese espacio donde otra Córdoba comienza,
alimentada por estudiantes insomnes preocupados por exámenes finales y
edificios de ladrillo visto, el relojero no deja de pensar en los tiempos que
todavía no vivió.
-Córdoba
es una gran metáfora- recuerda.
Bajo la
sombra de los árboles, mira como Aureliano lo vigila desde el balcón.
-Aureliano-
grita.
El animal
salta sobre sus brazos. Eva con el pelo
húmedo, hierve aceite y pinta sus uñas color celeste. No deja de pensar en las
hormigas. Al escuchar la voz del
relojero apaga la radio. Se sientan en la mesa
para compartir un silencio necesario.
-¿Qué será
de nosotros mañana?- pregunta ella mientras le sirve un poco de vino.
.-Ni idea
flaqui- responde luego pela las papas. Se quita su reloj pulsera y prueba el
vino de quien descubre consuelo en esa pregunta necesaria. Solo eso importa.
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