jueves, 10 de septiembre de 2015

Sobre el tiempo, la salud y los gatos (corregido) por Un tal Lukas



Se levanta temprano aunque odia el frío de la mañana nublada. Busca su reloj pulsera. Respira el olor húmedo de la neblina mientras su gato Aureliano le roza las piernas. El relojero con cierta envidia, contempla el sueño tranquilo de Eva. Tiene los ojos algo cerrados, por eso realiza pasos torpes  en el pasillo sin usar las luces. Todavía no está listo para enfrentar  la mañana. Bosteza. Enciende la hornalla y deja el agua calentar.

Nervioso,  con su aliento sucio, huele el Nescafe. No le importa, el ronquido de Eva lo tranquiliza. Moja su rostro, vierte la pasta dental sobre el cepillo, oye el  particular silbido de la pava. Con cuidado el relojero avanza por la casa ya que no desea despertar a la doctora. Deja la pava reposar por unos segundos, un buen café requiere aguas calmas. Hunde cuatro cucharadas de instantáneo sobre la taza. Antes de batirlo lo huele por última vez. Sentado en el comedor, vigilado por  Aureliano, prueba el primer café amargo del día. Ya puede enfrentar la rutina.

Suele el relojero esperar el colectivo, con la sensación de ser un fantasma que cumple la misma condena todos los días. La escarcha moja su nariz. Entre obreros arrugados, profesores cansados y estudiantes perdidos en islas de miedos, una gorda habla sobre el precio de la cebolla. El colectivo salta.

-La vida continua- murmura para tocar el timbre sobre Boulevard Perón.

El relojero se siente tan olvidado como esas  dos viejas que  beben café con leche en ese barsucho atendido por cucarachas. Escucha lo locomotora del tren. No desea hundirse en la congoja; cierra los ojos y se deja arrastrar por el perfume de Eva que gira sobre la cama hasta que siente la lengua espesa de Aureliano en  las mejillas. Luego se estira con un bostezo ruidoso. Abre las persianas y el sol viste su silueta de mujer. Acaricia su tatuaje floreado, después  busca ropa interior limpia, su lambo verde y sus zapatillas de lona rojas. Eva prende la radio para tararear esa canción de Led zepelín que tanto necesita.

Se acerca al naranjo para buscar sus frutas preferidas. Es acompañada por el aleteo de tres mariposas. Aureliano corre alrededor de sus pies mientras ella chasquea los dedos y calienta agua. Saca de la alacena yerba aunque en realidad todavía sueña con serpientes.  Bebe el último mate amargo y el gato salta entre los muebles. Mastica criollos pero no deja de preocuparse por  las hormigas que avanzan sobre las naranjas.

Eva realiza saltitos por calle Neuquén hasta llegar al Registro civil. Piensa un poco en algo que no sabe muy bien que es. Sentada en el mismo banco de siempre frente a la  fuente de Plaza Colon, prueba un cigarrillo. Antes de entrar al hospital, conversa con el cafetero sobre la salud

-Ando con unos dolores de cabeza tremendos doctora-

-Usted tiene que tomar menos  don Osvaldo- Sugiere Eva,  ve los ojos rojos del cafetero y se preocupa por las horas nunca recuperadas. Extraña al relojero que agotado, busca entre sus vaqueros viejos una etiqueta de Marlboro. Le ofrece un cigarrillo a esa mujer bajita y embarazada llamada Leticia, parada en la galería de un local coreano; cambia su cuerpo por monedas. Comparten un cigarrillo sin decir nada.

-Me tengo que ir- confiesa.

Leticia apenas lo saluda con la sonrisa triste. En la esquina de la terminal de ómnibus, bajo la sombra de dos álamos marchitos, se ve la silueta de ese ciego con barba que vende pilas, películas piratas y lapiceras. A su lado pelos pintados de amarillo, cambian dos cajas de alfajores artesanales por dos pesos. El relojero cruza por las boleterías hasta llegar a su destino e  imagina que Eva debe vagar distraída por los pasillos del hospital La Maternidad. Una camilla la lanza contra la ventana. En la pared de enfrente, una mujer le da la teta a su hijo y con la mano derecha tranquiliza a su nena que no para de llorar. Aburrida, Eva acaricia su flequillo para  recibir en la  sala de urgencias dos mujeres

-La nena ya no come. Tiene nauseas- dice la mayor.

-Aja ya veo, ya veo. Resulta que la nena ya no es nena. Su hija va a ser mamá- responde Eva sin sutilezas.

Madre e hija se miran en silencio hasta que alguna de las dos llora. La otra la consuela. Eva las abraza un rato sin saber que Marcos saluda al relojero. Luego le dice con sus brazos apoyados sobre un carro de maletas:

-Que haces querido, ya vamos a comer un asadito. Vos sabes que me duele la espalda-

-Y claro, lo que pasa es que vos no haces nada a parte de laburar- responde el relojero.

El humo de los colectivos lo hunde en la realidad.

-Ya me voy a comprar una bici robada. Son más baratas licenciado. Voy a venir al trabajo en bici, ya vas a ver- Remata Marcos.

-Es buena esa ¿Vos donde vivías?-

-Allá al sur, en Inaudi-

-Ah cierto ¿Queres un pucho viejo?-

-No gracias Pa. Vuelvo al trabajo, va a llegar un colectivo de Buenos Aires chabón-Sonríe Marcos perdido entre las maletas.

-Dale, suerte con eso- Contesta y mira la hora.


Al escuchar el aullido del lobo, el relojero sabe que la jornada laboral concluye. Asciende por la escalera eléctrica detrás de un travesti que carga jaulas vacías. Ve los colectivos estacionados en los andenes, el correr apresurado de los viajeros, dos enamorados abrazados. En la segunda escalera antes de salir de ese monstruo de cemento, descubre a la mujer de ojos celestes y tarros de plástico. Rodeada de palomas, saca un cigarrillo y le pide fuego con el único fin de preguntarle la hora.

-Son las siete- responde el relojero

-Siempre son las siete- afirma la mujer de ojos celestes pero no se imagina que las luces del hospital pintan terapia intensiva. Los nocheros o médicos de turno inician su guardia acompañados por residentes nerviosos. Eva busca su mochila de colores y se despide. Se saca la caspa de la cabeza con sus dedos finos. Sin notarlo se pierde por las calles de Alberdi. Escucha la sirena de policías inquietos. Ve a un hombre acostado en la misma esquina de siempre protegido  por el mismo local abandonado de siempre.

Aureliano aúlla por la ventana cuando huele los cigarrillos de Eva que recorre la casa a oscuras. Led zepelín suena por los parlantes otra vez, y con los ojos cerrados, ella levanta las manos mientras mueve la cintura. Al rato la ducha la cubre con gotas de tiempo. Piensa en Aureliano, en los relojes, en sus naranjas, en las hormigas,  en una canción  pero no encuentra el shampoo y recuerda que la ciudad se ve distinta sobre el Boulevard Illia; no hay mujeres olvidadas, ni Leticias ausentes. Tampoco se escuchan las locomotoras de un tren fantasma. Los automóviles, los colectivos parecen nuevos. Todas las luces funcionan y no se respira el olor a cloaca. En ese espacio donde otra Córdoba comienza, alimentada por estudiantes insomnes preocupados por exámenes finales y edificios de ladrillo visto, el relojero no deja de pensar en los tiempos que todavía no vivió.

-Córdoba es una gran metáfora- recuerda.

Bajo la sombra de los árboles, mira como Aureliano lo vigila desde el balcón.

-Aureliano- grita.

El animal salta sobre sus brazos. Eva  con el pelo húmedo, hierve aceite y pinta sus uñas color celeste. No deja de pensar en las hormigas. Al escuchar  la voz del relojero apaga la radio. Se sientan en la mesa  para compartir un silencio necesario.

-¿Qué será de nosotros mañana?- pregunta ella mientras le sirve un poco de vino.

.-Ni idea flaqui- responde luego pela las papas. Se quita su reloj pulsera y prueba el vino de quien descubre consuelo en esa pregunta necesaria. Solo eso importa.




19/10/15

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