sábado, 23 de junio de 2012

Proyecciones (corregido)






                                                                                                               


Y porque está todo bien,
pero no está todo bien
¿bien para quién?
 La hermana menor- avenida de los Ginkos


Peina su bigote italiano luego descubre su arrugado rostro frente al espejo y acaricia su luminosa calvicie.  Escucha el ronquido de su esposa mientras camina encorvado hacia la cocina.

Calienta  agua en la pava y busca el paquete de yerba; lo huele, lo agita cinco veces para quitarle todo ese oscuro polvo de duendes inquietos. Limpia la bombilla, busca su mate de madera elaborado en el desierto de almas.

-Mirasierras murió desde que la lluvia terminó- piensa mientras observa  cómo los rayos de sol queman un árbol seco.

Retira el agua del fuego antes de que hierva, antes de que sea imposible seguir con vida. Se sorprende al ver a su mujer sobre la mesa con los ojos todavía dormidos, con los fantasmas todavía sin desvanecer.

-Anoche me soñé observándome- comenta él cebando el primer mate

-Hoy es martes. Los martes va poca gente a la calesita- contesta ella con sus ojos clavados en las marcas de humedad de la pared. Escucha el volar de una mosca

-Fue un sueño extraño, hacia algo que nunca había realizado o todavía no hice- Recuerda él.

Piensa en ese instante que se desvaneció con el sonar del despertador.

-La situación está cada vez peor- replica ella.
Contempla el sol de invierno.

-No te preocupes- responde él. Piensa en sus sueños

Camina despacio hacia la plaza y cubre su rostro con una bufanda tejida por los hilos del adiós.

repite.

Enciende la calesita, los caballos, las carretas, los autos giran de manera circular, al compás de una dulce canción.

Una pareja de enamorados se abraza frente al viejo de bigotes italianos. Él le jura cosas imposibles, en un lenguaje imposible al oído. Ella responde con una sonrisa, con ojos enamorados, con mejillas coloradas.

A lo lejos, en el horizonte de un seco césped amarillo, un hombre de ojos cansados, barba descuidada, con lágrimas secas sobre sus viejas mejillas pálidas, con la pitada final  de un cigarrillo sobre su boca, los observa para luego confesar:

 -el amor es una ausencia que nunca se completa-

Se aleja del lugar, lanza su vieja colilla sobre el suelo. Un viento afilado, desolado,  intenta derrumbarlo. El helado invierno lo deja solo en una ciudad con amores ajenos. El vacío es insoportable, lee en el suelo. Acaricia el caer de una hoja amarilla.

El hombre de ojos cansados se descubre en una avenida  abandonada por la vida. Se detiene frente al teatro viejo. Los ladrillos del edificio se caen y  las puertas están cubiertas por maderas húmedas. Deambula por las escaleras, se pierde en  las sombras  del teatro abandonado.

El suelo se encuentra cubierto de polvo, de polillas muertas, de cucarachas inquietas. Sus ojos, su alma, se acostumbran a la oscuridad. Un gato negro se cruza entre sus piernas.

Las telas de araña le producen una tos seca, enciende un cigarrillo. El fuego de los fósforos ilumina el hall. Rodeado de butacas los pasos del hombre con ojos cansados, hacen gritar la madera, algunos restos de pared caen sobre el suelo. Se sienta sobre la  butaca negra ubicada en el centro del lugar.
Escucha el encendido de la cámara, la cinta rueda sobre la pantalla amarilla. Se dibujan ciertas manchas negras en la imagen. En esa proyección mira   el horizonte del seco césped amarillo,  sobre el banco, un hombre de ojos cansados, barba descuidada, con lágrimas secas sobre sus viejas mejillas pálidas, con la pitada final de un cigarrillo sobre su boca, los observa para luego confesar:

 -el amor es una ausencia que nunca se completa-

Gabo, el coronel no tiene quien le escriba

                                                     



El coronel no supo si había oído esa palabra antes o después del sueño. Estaba amaneciendo. La ventana se recortaba en la claridad verde del domingo. Pensó que tenía fiebre. Le ardían los ojos y tuvo que hacer un gran esfuerzo para recobrar la lucidez.
—Qué se puede hacer si no se puede vender nada —repitió la mujer.
—Entonces ya será veinte de enero —dijo el coronel, perfectamente consciente—. El veinte por ciento lo pagan esa misma tarde.
—Si el gallo gana —dijo la mujer—. Pero si pierde. No se te ha ocurrido que el gallo puede perder.
—Es un gallo que no puede perder.
—Pero suponte que pierda.
—Todavía faltan cuarenta y cinco días para empezar a pensar en eso —dijo el coronel.
La mujer se desesperó.
—Y mientras tanto qué comemos —preguntó, y agarró al coronel por el cuello de la franela. Lo sacudió con energía—. Dime, qué comemos.
El coronel necesitó setenta y cinco años —los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto— para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder.

— Mierda.


París, enero de 1957. Gabo. El coronel no tiene quien le escriba

viernes, 22 de junio de 2012

el milagro secreto Jorge Luis Borges














Y Dios lo hizo morir durante cien años
y luego lo animó y le dijo:
-¿Cuánto tiempo has estado aquí?
-Un día o parte de un día, respondió.

Alcorán, II, 261.
La noche del catorce de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse de Praga, Jaromir Hladík, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una Vindicación de la eternidad y de un examen de las indirectas fuentes judías de Jakob Boehme, soñó con un largo ajedrez. No lo disputaban dos individuos sino dos familias ilustres; la partida había sido entablada hace muchos siglos; nadie era capaz de nombrar el olvidado premio, pero se murmuraba que era enorme y quizá infinito; las piezas y el tablero estaban en una torre secreta; Jaromir (en el sueño) era el primogénito de una de las familias hostiles; en los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el soñador corría por las arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes del ajedrez. En ese punto, se despertó. Cesaron los estruendos de la lluvia y de los terribles relojes. Un ruido acompasado y unánime, cortado por algunas voces de mando, subía de la Zeltnergasse. Era el amanecer, las blindadas vanguardias del Tercer Reich entraban en Praga.
El diecinueve, las autoridades recibieron una denuncia; el mismo diecinueve, al atardecer, Jaromir Hladík fue arrestado. Lo condujeron a un cuartel aséptico y blanco, en la ribera opuesta del Moldau. No pudo levantar uno solo de los cargos de la Gestapo: su apellido materno era Jaroslavski, su sangre era judía, su estudio sobre Boehme era judaizante, su firma delataba el censo final de una protesta contra el Anschluss. En 1928, había traducido elSepher Yezirah para la editorial Hermann Barsdorf; el efusivo catálogo de esa casa había exagerado comercialmente el renombre del traductor; ese catálogo fue hojeado por Julius Rothe, uno de los jefes en cuyas manos estaba la suerte de Hladík. No hay hombre que, fuera de su especialidad, no sea crédulo; dos o tres adjetivos en letra gótica bastaron para que Julius Rothe admitiera la preeminencia de Hladík y dispusiera que lo condenaran a muerte,pour encourager les autres. Se fijó el día veintinueve de marzo, a las nueve a.m. Esa demora (cuya importancia apreciará después el lector) se debía al deseo administrativo de obrar impersonal y pausadamente, como los vegetales y los planetas.
El primer sentimiento de Hladík fue de mero terror. Pensó que no lo hubieran arredrado la horca, la decapitación o el degüello, pero que morir fusilado era intolerable. En vano se redijo que el acto puro y general de morir era lo temible, no las circunstancias concretas. No se cansaba de imaginar esas circunstancias: absurdamente procuraba agotar todas las variaciones. Anticipaba infinitamente el proceso, desde el insomne amanecer hasta la misteriosa descarga. Antes del día prefijado por Julius Rothe, murió centenares de muertes, en patios cuyas formas y cuyos ángulos fatigaban la geometría, ametrallado por soldados variables, en número cambiante, que a veces lo ultimaban desde lejos; otras, desde muy cerca. Afrontaba con verdadero temor (quizá con verdadero coraje) esas ejecuciones imaginarias; cada simulacro duraba unos pocos segundos; cerrado el círculo, Jaromir interminablemente volvía a las trémulas vísperas de su muerte. Luego reflexionó que la realidad no suele coincidir con las previsiones; con lógica perversa infirió que prever un detalle circunstancial es impedir que éste suceda. Fiel a esa débil magia, inventaba, para que no sucedieran, rasgos atroces; naturalmente, acabó por temer que esos rasgos fueran proféticos. Miserable en la noche, procuraba afirmarse de algún modo en la sustancia fugitiva del tiempo. Sabía que éste se precipitaba hacia el alba del día veintinueve; razonaba en voz alta: Ahora estoy en la noche del veintidós; mientras dure esta noche (y seis noches más) soy invulnerable, inmortal. Pensaba que las noches de sueño eran piletas hondas y oscuras en las que podía sumergirse. A veces anhelaba con impaciencia la definitiva descarga, que lo redimiría, mal o bien, de su vana tarea de imaginar. El veintiocho, cuando el último ocaso reverberaba en los altos barrotes, lo desvió de esas consideraciones abyectas la imagen de su drama Los enemigos.
Hladík había rebasado los cuarenta años. Fuera de algunas amistades y de muchas costumbres, el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida; como todo escritor, medía las virtudes de los otros por lo ejecutado por ellos y pedía que los otros lo midieran por lo que vislumbraba o planeaba. Todos los libros que había dado a la estampa le infundían un complejo arrepentimiento. En sus exámenes de la obra de Boehme, de Abnesra y de Flood, había intervenido esencialmente la mera aplicación; en su traducción del Sepher Yezirah, la negligencia, la fatiga y la conjetura. Juzgaba menos deficiente, tal vez, la Vindicación de la eternidad: el primer volumen historia las diversas eternidades que han ideado los hombres, desde el inmóvil Ser de Parménides hasta el pasado modificable de Hinton; el segundo niega (con Francis Bradley) que todos los hechos del universo integran una serie temporal. Arguye que no es infinita la cifra de las posibles experiencias del hombre y que basta una sola "repetición" para demostrar que el tiempo es una falacia... Desdichadamente, no son menos falaces los argumentos que demuestran esa falacia; Hladík solía recorrerlos con cierta desdeñosa perplejidad. También había redactado una serie de poemas expresionistas; éstos, para confusión del poeta, figuraron en una antología de 1924 y no hubo antología posterior que no los heredara. De todo ese pasado equívoco y lánguido quería redimirse Hladík con el drama en verso Los enemigos. (Hladík preconizaba el verso, porque impide que los espectadores olviden la irrealidad, que es condición del arte.)
Este drama observaba las unidades de tiempo, de lugar y de acción; transcurría en Hradcany, en la biblioteca del barón de Roemerstadt, en una de las últimas tardes del siglo diecinueve. En la primera escena del primer acto, un desconocido visita a Roemerstadt. (Un reloj da las siete, una vehemencia de último sol exalta los cristales, el aire trae una arrebatada y reconocible música húngara.) A esta visita siguen otras; Roemerstadt no conoce las personas que lo importunan, pero tiene la incómoda impresión de haberlos visto ya, tal vez en un sueño. Todos exageradamente lo halagan, pero es notorio -primero para los espectadores del drama, luego para el mismo barón- que son enemigos secretos, conjurados para perderlo. Roemerstadt logra detener o burlar sus complejas intrigas; en el diálogo, aluden a su novia, Julia de Weidenau, y a un tal Jaroslav Kubin, que alguna vez la importunó con su amor. Éste, ahora, se ha enloquecido y cree ser Roemerstadt... Los peligros arrecian; Roemerstadt, al cabo del segundo acto, se ve en la obligación de matar a un conspirador. Empieza el tercer acto, el último. Crecen gradualmente las incoherencias: vuelven actores que parecían descartados ya de la trama; vuelve, por un instante, el hombre matado por Roemerstadt. Alguien hace notar que no ha atardecido: el reloj da las siete, en los altos cristales reverbera el sol occidental, el aire trae la arrebatada música húngara. Aparece el primer interlocutor y repite las palabras que pronunció en la primera escena del primer acto. Roemerstadt le habla sin asombro; el espectador entiende que Roemerstadt es el miserable Jaroslav Kubin. El drama no ha ocurrido: es el delirio circular que interminablemente vive y revive Kubin.
Nunca se había preguntado Hladík si esa tragicomedia de errores era baladí o admirable, rigurosa o casual. En el argumento que he bosquejado intuía la invención más apta para disimular sus defectos y para ejercitar sus felicidades, la posibilidad de rescatar (de manera simbólica) lo fundamental de su vida. Había terminado ya el primer acto y alguna escena del tercero; el carácter métrico de la obra le permitía examinarla continuamente, rectificando los hexámetros, sin el manuscrito a la vista. Pensó que aun le faltaban dos actos y que muy pronto iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad. Si de algún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos. Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los siglos y el tiempo. Era la última noche, la más atroz, pero diez minutos después el sueño lo anegó como un agua oscura.
Hacia el alba, soñó que se había ocultado en una de las naves de la biblioteca del Clementinum. Un bibliotecario de gafas negras le preguntó: ¿Qué busca? Hladík le replicó:Busco a Dios. El bibliotecario le dijo: Dios está en una de las letras de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del Clementinum. Mis padres y los padres de mis padres han buscado esa letra; yo me he quedado ciego, buscándola. Se quitó las gafas y Hladík vio los ojos, que estaban muertos. Un lector entró a devolver un atlas. Este atlas es inútil, dijo, y se lo dio a Hladík. Éste lo abrió al azar. Vio un mapa de la India, vertiginoso. Bruscamente seguro, tocó una de las mínimas letras. Una voz ubicua le dijo: El tiempo de tu labor ha sido otorgado. Aquí Hladík se despertó.
Recordó que los sueños de los hombres pertenecen a Dios y que Maimónides ha escrito que son divinas las palabras de un sueño, cuando son distintas y claras y no se puede ver quien las dijo. Se vistió; dos soldados entraron en la celda y le ordenaron que los siguiera.
Del otro lado de la puerta, Hladík había previsto un laberinto de galerías, escaleras y pabellones. La realidad fue menos rica: bajaron a un traspatio por una sola escalera de fierro. Varios soldados -alguno de uniforme desabrochado- revisaban una motocicleta y la discutían. El sargento miró el reloj: eran las ocho y cuarenta y cuatro minutos. Había que esperar que dieran las nueve. Hladík, más insignificante que desdichado, se sentó en un montón de leña. Advirtió que los ojos de los soldados rehuían los suyos. Para aliviar la espera, el sargento le entregó un cigarrillo. Hladík no fumaba; lo aceptó por cortesía o por humildad. Al encenderlo, vio que le temblaban las manos. El día se nubló; los soldados hablaban en voz baja como si él ya estuviera muerto. Vanamente, procuró recordar a la mujer cuyo símbolo era Julia de Weidenau...
El piquete se formó, se cuadró. Hladík, de pie contra la pared del cuartel, esperó la descarga. Alguien temió que la pared quedara maculada de sangre; entonces le ordenaron al reo que avanzara unos pasos. Hladík, absurdamente, recordó las vacilaciones preliminares de los fotógrafos. Una pesada gota de lluvia rozó una de las sienes de Hladík y rodó lentamente por su mejilla; el sargento vociferó la orden final.
El universo físico se detuvo.
Las armas convergían sobre Hladík, pero los hombres que iban a matarlo estaban inmóviles. El brazo del sargento eternizaba un ademán inconcluso. En una baldosa del patio una abeja proyectaba una sombra fija. El viento había cesado, como en un cuadro. Hladík ensayó un grito, una sílaba, la torsión de una mano. Comprendió que estaba paralizado. No le llegaba ni el más tenue rumor del impedido mundo. Pensó estoy en el infierno, estoy muerto. Pensóestoy loco. Pensó el tiempo se ha detenido. Luego reflexionó que en tal caso, también se hubiera detenido su pensamiento. Quiso ponerlo a prueba: repitió (sin mover los labios) la misteriosa cuarta égloga de Virgilio. Imaginó que los ya remotos soldados compartían su angustia: anheló comunicarse con ellos. Le asombró no sentir ninguna fatiga, ni siquiera el vértigo de su larga inmovilidad. Durmió, al cabo de un plazo indeterminado. Al despertar, el mundo seguía inmóvil y sordo. En su mejilla perduraba la gota de agua; en el patio, la sombra de la abeja; el humo del cigarrillo que había tirado no acababa nunca de dispersarse. Otro "día" pasó, antes que Hladík entendiera.
Un año entero había solicitado de Dios para terminar su labor: un año le otorgaba su omnipotencia. Dios operaba para él un milagro secreto: lo mataría el plomo alemán, en la hora determinada, pero en su mente un año transcurría entre la orden y la ejecución de la orden. De la perplejidad pasó al estupor, del estupor a la resignación, de la resignación a la súbita gratitud.
No disponía de otro documento que la memoria; el aprendizaje de cada hexámetro que agregaba le impuso un afortunado rigor que no sospechan quienes aventuran y olvidan párrafos interinos y vagos. No trabajó para la posteridad ni aun para Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía. Minucioso, inmóvil, secreto, urdió en el tiempo su alto laberinto invisible. Rehizo el tercer acto dos veces. Borró algún símbolo demasiado evidente: las repetidas campanadas, la música. Ninguna circunstancia lo importunaba. Omitió, abrevió, amplificó; en algún caso, optó por la versión primitiva. Llegó a querer el patio, el cuartel; uno de los rostros que lo enfrentaban modificó su concepción del carácter de Roemerstadt. Descubrió que las arduas cacofonías que alarmaron tanto a Flaubert son meras supersticiones visuales: debilidades y molestias de la palabra escrita, no de la palabra sonora... Dio término a su drama: no le faltaba ya resolver sino un solo epíteto. Lo encontró; la gota de agua resbaló en su mejilla. Inició un grito enloquecido, movió la cara, la cuádruple descarga lo derribó.
Jaromir Hladík murió el veintinueve de marzo, a las nueve y dos minutos de la mañana.

martes, 12 de junio de 2012

Un tal Lucas (Julio Cortárzar)








Algunas cositas del libro Un tal Lucas de Juilo Cortárzar




Lucas, sus lustradas 1940

Lucas en el salón de lustrar cerca de Plaza de Mayo, me pone pomada negra en elizquierdo y amarilla en el derecho. ¿Lo qué? Negra aquí y amarilla aquí. Pero señor. Aquípones la negra, pibe, y basta que tengo que concentrarme en hípicas.

Cosas así no son nunca fáciles, parece poco pero es casi como Copérnico o Galileo,esas sacudidas a fondo de la higuera que dejan a todo el mundo mirando pal techo. Esta vezpor ejemplo hay el vivo de turno que desde el fondo del salón le dice al de al lado que los maricones ya no saben qué inventar, che, entonces Lucas se extrae de la posible fija en lacuarta (jockey Paladino) y casi dulcemente lo consulta al lustrador: La patada en el culo ¿teparece que se la encajo con el amarillo o con el negro?

El lustrador ya no sabe a qué zapato encomendarse, ha terminado con el negro y nose decide, realmente no se decide a empezar con el otro. Amarillo, reflexiona Lucas en vozalta, y eso al mismo tiempo es una orden, mejor con el amarillo que es un color dinámico y entrador, y vos qué estás esperando. Sí señor en seguida. El del fondo ha empezado a levantarse para venir a investigar eso de la patada, pero el diputado Poliyatti que no por nada es presidente del club Unione e benevolenza, hace oír su fogueada elocución, señores no hagan ola que ya bastante tenemos con las isóbaras, es increíble lo que uno suda en estaurbe, el incidente es nimio y sobre gustos no hay nada escrito, aparte de que tengan en cuenta que la seccional está ahí enfrente y los canas andan hiper estésicos esta semana después de la última estudiantina o juvenilia como decimos los que ya hemos dejado atrás las borrascas de la primera etapa de la existencia. Eso, doctor, aprueba uno de los olfas deldiputado, aquí no se permiten las vías de hecho. El me insultó, dice el del fondo, yo me refería a los putos en general. Peor todavía, dice Lucas, de todas maneras yo voy a estar ahí en la esquina el próximo cuarto de hora. Qué gracia, dice el del fondo, justo delante de la comí. Por supuesto, dice Lucas, a ver si encima de puto me vas a tomar por gil. Señores,proclama el diputado Poliyatti, este episodio ya pertenece a la historia, no hay lugar a duelo, por favor no me obliguen a valerme de mis fueros y esas cosas. Eso, doctor, dice el olfa.

Con lo cual Lucas sale a la calle y los zapatos le brillan cual girasol a la derecha y Oscar Peterson a la izquierda. Nadie viene a buscarlo cumplido el cuarto de hora, cosa quele produce un no despreciable alivio que festeja en el acto con una cerveza y un cigarrillo morocho, cosa de mantener la simetría cromática.



Lucas, sus largas marchas

Todo el mundo sabe que la Tierra está separada de los otros astros por una cantidadvariable de años luz. Lo que pocos saben (en realidad, solamente yo) es que Margarita estáseparada de mí por una cantidad considerable de años caracol.

Al principio pensé que se trataba de años tortuga, pero he tenido que abandonar esaunidad de medida demasiado halagadora. Por poco que camine una tortuga, yo hubieraterminado por llegar a Margarita, pero en cambio Osvaldo, mi caracol preferido, no me dejala menor esperanza. Vaya a saber cuándo se inició la marcha que lo fue distanciandoimperceptiblemente de mi zapato izquierdo, luego que lo hube orientado con extremaprecisión hacia el rumbo que lo llevaría a Margarita. Repleto de lechuga fresca, cuidado yatendido amorosamente, su primer avance fue promisorio, y me dije esperanzadamente queantes de que el pino del patio sobrepasara la altura del tejado, los plateados cuernos deOsvaldo entrarían en el campo visual de Margarita para llevarle mi mensaje simpático;entre tanto, desde aquí podía ser feliz imaginando su alegría al verlo llegar, la agitación desus trenzas y sus brazos.

Tal vez los años luz son todos iguales, pero no los años caracol, y Osvaldo hacesado de merecer mi confianza. No es que se detenga, pues me ha sido posible verificar por su huella argentada que prosigue su marcha y que mantiene la buena dirección, aunqueesto suponga para él subir y bajar incontables paredes o atravesar íntegramente una fábricade fideos. Pero más me cuesta a mí comprobar esa meritoria exactitud, y dos veces he sidoarrestado por guardianes enfurecidos a quienes he tenido que decir las peores mentiraspuesto que la verdad me hubiera valido una lluvia de trompadas. Lo triste es que Margarita,sentada en su sillón de terciopelo rosa, me espera del otro lado de la ciudad. Si en vez deOsvaldo yo me hubiera servido de los años luz, ya tendríamos nietos; pero cuando se amalarga y dulcemente, cuando se quiere llegar al término de una paulatina esperanza, es lógicoque se elijan los años caracol. Es tan difícil, después de todo, decidir cuáles son las ventajasy cuáles los inconvenientes de estas opciones.


Cazador de crepúsculos

Si yo fuera cineasta me dedicaría a cazar crepúsculos. Todo lo tengo estudiadomenos el capital necesario para la safari, porque un crepúsculo no se deja cazar así nomás,quiero decir que a veces empieza poquita cosa y justo cuando se lo abandona le salen todaslas plumas, o inversamente es un despilfarro cromático y de golpe se nos queda como unloro enjabonado, y en los dos casos se supone una cámara con buena película de color,gastos de viaje y pernoctaciones previas, vigilancia del cielo y elección del horizonte máspropicio, cosas nada baratas. De todas maneras creo que si fuera cineasta me las arreglaríapara cazar crepúsculos, en realidad un solo crepúsculo, pero para llegar al crepúsculodefinitivo tendría que filmar cuarenta o cincuenta, porque si fuera cineasta tendría lasmismas exigencias que con la palabra, las mujeres o la geopolítica.

No es así y me consuelo imaginando el crepúsculo ya cazado, durmiendo en sularguísima espiral enlatada. Mi plan: no solamente la caza, sino la restitución delcrepúsculo a mis semejantes que poco saben de ellos, quiero decir la gente de la ciudad queve ponerse el sol, si lo ve, detrás del edificio de correos, de los departamentos de enfrente oen un subhorizonte de antenas de televisión y faroles de alumbrado. La película sería muda,o con una banda sonora que registrara solamente los sonidos contemporáneos delcrepúsculo filmado, probablemente algún ladrido de perro o zumbidos de moscardones, consuerte una campanita de oveja o un golpe de ola si el crepúsculo fuera marino.


Por experiencia y reloj pulsera sé que un buen crepúsculo no va más allá de veinteminutos entre el climax y el anticlimax, dos cosas que eliminaría para dejar tan sólo sulento juego interno, su calidoscopio de imperceptibles mutaciones; se tendría así unapelícula de esas que llaman documentales y que se pasan antes de Brigitte Bardot mientrasla gente se va acomodando y mira la pantalla como si todavía estuviera en el ómnibus o enel subte. Mi película tendría una leyenda impresa (acaso una voz off)
dentro de estas líneas:«Lo que va a verse es el crepúsculo del 7 de junio de 1976, filmado en X con película M y con cámara fija, sin interrupción durante Z minutos. El público queda informado de quefuera del crepúsculo no sucede absolutamente nada, por lo cual se le aconseja proceder como si estuviera en su casa y hacer lo que se le dé la santa gana; por ejemplo, mirar elcrepúsculo, darle la espalda, hablar con los demás, pasearse, etc. Lamentamos no poder sugerirle que fume, cosa siempre tan hermosa a la hora del crepúsculo, pero las condicionesmedievales de las salas cinematográficas requieren, como se sabe, la prohibición de esteexcelente hábito. En cambio no está vedado tomarse un buen trago del frasquito de bolsilloque el distribuidor de la película vende en el
foyer».

 Imposible predecir el destino de mi película; la gente va al cine para olvidarse de símisma, y un crepúsculo tiende precisamente a lo contrario, es la hora en que acaso nosvemos un poco más al desnudo, a mí en todo caso me pasa, y es penoso y útil; tal vez queotros también aprovechen, nunca se sabe.