A mi amigo Gerardo que dijo: No
hay agua que apague su fuego.
Nadie entendía porque, con su
piel oscura, el hombre del norte llegó al rincón azul que bordeaba el fin del
mundo. Nadie comprendía como un curaca hijo del Sol, se alejaba de su comunidad
para acercarse a la soledad. Hablaba quechua aunque lloraba lenguas que los
hombres del lugar no interpretaban. Lo cierto es que se acercó a la costa,
formó una apacheta y agradeció a la Pacha Mama por el camino recorrido; a penas
le prestó atención a los curiosos. Pero al ver la primera estrella de la lo
noche, clavó sus ojos en el lago. Bebió el agua del deshielo, no por sed, ni
por el deseo propio de todo extranjero de percibir los labios de quien lo
acoge. Quiso comprender las tierras donde se refugiaba para concluir algo que
no era suyo, pero lo creía propio.
El primer amanecer de su vida, en
tierras ajenas, coloreaba un universo que nunca creyó terminado; y lo
sorprendió abrazado a las palabras de la brisa. Se sentía completo ya que se
veía a sí mismo como el sol que alumbraba el mundo.
Sobre la arena, con rocas de
dioses desconocidos, construyó los cimientos de la prueba que brisa pedía. Estaba
complacido con su labor y al caer la noche, insomne, vigilaba la obra. No
cargaba con un propósito absurdo, aunque era la locura propia de quien
se deja arrastrar por sueños ajenos.
No entendía aquello que le
enseñaba fuerzas hasta entonces desconocidas, que lo impulsaba a realizar actos
que pensaba imposibles. Tampoco se explicaba porque se alejó de su comunidad.
Inspirado por el aleteo del jilguero, levantó las aguas del lago hasta
transformarlas en murallas de cristal donde la cordillera se reflejaba. Con sus
manos cubiertas de cayos, contempló la fortaleza terminada. Existían
veintisiete cuartos, es decir infinitos cuartos, y construyó cuatro escaleras
que unían la oscuridad con la luz, que abrazaban lo concreto con lo abstracto,
que acercaban el abajo con el arriba, la tierra y el cielo; encontraban al
hombre con lo superior, al curaca con la brisa en la terraza donde compartían
sus miedos. El mundo se constituyó por un tiempo y espacio, donde el curaca no sabía quién era.
Se despertó temprano aunque sintió que era tarde, que algo se le escapaba
de las manos. Aturdido, tuvo una revelación que lo llevó a inventar veintisiete
relojes de cristal y arena, es decir infinitos relojes. A penas terminó su
creación, vio como el granizo se estrellaba contra las paredes de cristal y las
astillas cubrieron su rostro de sangre. No tuvo miedo, conservaba la calma del
astrónomo ciego que intenta describir las estrellas. Sereno, selló las
rajaduras con barro. La fortaleza se sostuvo pese a tanta violencia, a tanto
ruido.
No se había recuperado del
granizo cuando sentado en la terraza, mientras nadaba en el perfume de brisa, escuchó
como el wakon-dios del fuego y la sequía-avanzaba sobre los cuartos. Desesperado,
logró cerrar las puertas y evitar que el fuego del poderoso se esparciera. Los
gritos de la fiera producían un eco insoportable en su mente nublada. Por
primera vez tuvo miedo.
Su sueño-que nunca fue su sueño-
continuaba pese a todo y al caer la noche miraba veintisiete veces-infinitas
veces- las pinturas coloreadas por brisa. Se sentía bien aunque el terror
manchará sus uñas de negro; soportaba con la tenacidad de la cantúa que florece
pese a la sequía.
No eligió ese rincón del mundo,
ni levantar la fortaleza, ni encontrar a brisa, ni el wakon que lo acosaba, ni
un refugio alejado de su comunidad, ni la lluvia que lo mojaba. No tuvo
conciencia de cómo su vida había dejado de pertenecerle y no le importaba; era
feliz al acariciar la piel de brisa. No odiaba su presente. Aceptaba los
caprichos del destino porque no deseaba esquivarlo, odiaba correr.
Notó desvelado, mientras lo
mañana cubría todo con su roció, que brisa no lo esperaba. Sorprendido visitó
los cuartos del silencio cómplice pero encontró el silencio de las distancia.
Se paralizó al descubrir como los veintisiete relojes-infinitos- explotaban y
la arena se le escapaba de las manos, para cubrir los veintisiete
cuartos-infinitos-No pensaba en brisa, ni en el mundo, solo percibía su dolor; Sobrevivía
igual que el respiro de quien no acepta la muerte. Encerrado en su pánico que
antes fue su fortaleza, no escuchaba el golpe continuo de los pobladores sobre
las paredes; rogaban que escape de su propia trampa. El wakon
destruyó los veintisiete cuartos-infinitos- y la arena de los veintisiete
relojes-infinitos- lo cubrieron. Pero el curaca probaba su dolor hasta saciarse
y el-su-mundo se destrozaba.
Sucedió que una mañana olvidable
para todos, excepto para él, se despertó abrazado al abandono. Viracocha lo rechazaba-aunque
él lo rechazó antes-la brisa no cantaba-aunque él, sordo todavía la escuchaba-
y entre las cenizas de la fortaleza, comprendió que era la sombra del sol.
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