lunes, 9 de noviembre de 2015

La arena entre las manos por Lukas




A mi amigo  Gerardo que dijo: No hay agua que apague su fuego.

Nadie entendía porque, con su piel oscura, el hombre del norte llegó al rincón azul que bordeaba el fin del mundo. Nadie comprendía como un curaca hijo del Sol, se alejaba de su comunidad para acercarse a la soledad. Hablaba quechua aunque lloraba lenguas que los hombres del lugar no interpretaban. Lo cierto es que se acercó a la costa, formó una apacheta y agradeció a la Pacha Mama por el camino recorrido; a penas le prestó atención a los curiosos. Pero al ver la primera estrella de la lo noche, clavó sus ojos en el lago. Bebió el agua del deshielo, no por sed, ni por el deseo propio de todo extranjero de percibir los labios de quien lo acoge. Quiso comprender las tierras donde se refugiaba para concluir algo que no era suyo, pero lo creía propio.
El primer amanecer de su vida, en tierras ajenas, coloreaba un universo que nunca creyó terminado; y lo sorprendió abrazado a las palabras de la brisa. Se sentía completo ya que se veía a sí mismo como el sol que alumbraba el mundo.
Sobre la arena, con rocas de dioses desconocidos, construyó los cimientos de la prueba que brisa pedía. Estaba complacido con su labor y al caer la noche, insomne, vigilaba la obra. No cargaba con  un propósito  absurdo, aunque era la locura propia de quien se deja arrastrar por sueños ajenos.
No entendía aquello que le enseñaba fuerzas hasta entonces desconocidas, que lo impulsaba a realizar actos que pensaba imposibles. Tampoco se explicaba porque se alejó de su comunidad. Inspirado por el aleteo del jilguero, levantó las aguas del lago hasta transformarlas en murallas de cristal donde la cordillera se reflejaba. Con sus manos cubiertas de cayos, contempló la fortaleza terminada. Existían veintisiete cuartos, es decir infinitos cuartos, y construyó cuatro escaleras que unían la oscuridad con la luz, que abrazaban lo concreto con lo abstracto, que acercaban el abajo con el arriba, la tierra y el cielo; encontraban al hombre con lo superior, al curaca con la brisa en la terraza donde compartían sus miedos. El mundo se constituyó por un tiempo y  espacio, donde el curaca no sabía quién era.
Se despertó temprano aunque  sintió que era tarde, que algo se le escapaba de las manos. Aturdido, tuvo una revelación que lo llevó a inventar veintisiete relojes de cristal y arena, es decir infinitos relojes. A penas terminó su creación, vio como el granizo se estrellaba contra las paredes de cristal y las astillas cubrieron su rostro de sangre. No tuvo miedo, conservaba la calma del astrónomo ciego que intenta describir las estrellas. Sereno, selló las rajaduras con barro. La fortaleza se sostuvo pese a tanta violencia, a tanto ruido.
No se había recuperado del granizo cuando sentado en la terraza, mientras nadaba en el perfume de brisa, escuchó como el wakon-dios del fuego y la sequía-avanzaba sobre los cuartos. Desesperado, logró cerrar las puertas y evitar que el fuego del poderoso se esparciera. Los gritos de la fiera producían un eco insoportable en su mente nublada. Por primera vez tuvo miedo.
Su sueño-que nunca fue su sueño- continuaba pese a todo y al caer la noche miraba veintisiete veces-infinitas veces- las pinturas coloreadas por brisa. Se sentía bien aunque el terror manchará sus uñas de negro; soportaba con la tenacidad de la cantúa que florece pese a la sequía.
No eligió ese rincón del mundo, ni levantar la fortaleza, ni encontrar a brisa, ni el wakon que lo acosaba, ni un refugio alejado de su comunidad, ni la lluvia que lo mojaba. No tuvo conciencia de cómo su vida había dejado de pertenecerle y no le importaba; era feliz al acariciar la piel de brisa. No odiaba su presente. Aceptaba los caprichos del destino porque no deseaba esquivarlo, odiaba correr.
Notó desvelado, mientras lo mañana cubría todo con su roció, que brisa no lo esperaba. Sorprendido visitó los cuartos del silencio cómplice pero encontró el silencio de las distancia. Se paralizó al descubrir como los veintisiete relojes-infinitos- explotaban y la arena se le escapaba de las manos, para cubrir los veintisiete cuartos-infinitos-No pensaba en brisa, ni en el mundo, solo percibía su dolor; Sobrevivía igual que el respiro de quien no acepta la muerte. Encerrado en su pánico que antes fue su fortaleza, no escuchaba el golpe continuo de los pobladores sobre las paredes;  rogaban  que escape de su propia trampa. El wakon destruyó los veintisiete cuartos-infinitos- y la arena de los veintisiete relojes-infinitos- lo cubrieron. Pero el curaca probaba su dolor hasta saciarse y el-su-mundo se destrozaba.
Sucedió que una mañana olvidable para todos, excepto para él, se despertó abrazado al abandono. Viracocha lo rechazaba-aunque él lo rechazó antes-la brisa no cantaba-aunque él, sordo todavía la escuchaba- y entre las cenizas de la fortaleza, comprendió que  era la sombra del sol. 







 Martes 3 de Noviembre del 2015

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