lunes, 2 de noviembre de 2015

La jabonera del tiempo por Martín Perea






Si Cronos estuviera vivo, seguramente estaría de acuerdo conmigo ¿O no? Ambos pensamos al tiempo como una construcción social. Desde esta perspectiva, nos presiona y condiciona estructuralmente. Desde que nos levantamos hasta que nos vamos a dormir, latiendo constante en el reloj de la muñeca.
Estoy completamente seguro que existe una historia del tiempo que poco a poco lo configuró como el poseedor de nuestras vidas. La cruel idea de nacer y empezar a morir forma parte de un desarrollo socio-cultural que hoy nos resulta tan cierta.
Como si el tiempo tuviese un rol en nuestras vidas. Yo creo que al tiempo poco le importamos. Nuestra existencia le resbala. Tiene cosas más importantes, o eso espero.
Ni mirar al Sol se puede sin pensar qué hora es. El supuesto de nacer con un reloj biológico ha determinado el resto de nuestras vidas como una prisión. Y aún así a nosotros nos vuelve locos. Lo idolatramos y veneramos con cada café apurado en la mañana. Ahí, nos gana la pulseada.
Y en las sociedades occidentales, las distancias han sido reemplazadas por minutos. “Queda a cinco minutos en colectivo”, o “en veinte minutos estoy ahí”.
Nos somete en cada suspiro de una clase aburrida. Así como también nos emociona con los últimos segundos en una final de la Copa Mundial de fútbol. Nos hemos vuelto seres temporales, y nadie lo ha cuestionado. Todos hemos olvidado aquella elección, la de encadenarnos al tiempo y permitirle el control sobre nuestras vidas. Y al tiempo no le importa, le resbala.
El hijo de Paula se aburre en clase de Matemáticas y el recreo parece no llegar más. Julieta se besa con su novio en el parque y su tarde pasa tan rápido que tiene que volver a casa. En la casa, Daniel juega videojuegos desde hace tres horas, pero no lo siente. Su mamá le grita porque los fideos se le pasan.
Porque el banquero tiene que vender millones en dos horas, la panadera tiene que esperar una hora al horno y la tía Nuria está mirando la telenovela de la una. El tiempo no distingue raza, religión, sexo, edad o diferencia social. Afecta a todos…¿Por igual? Y al tiempo no le importa, le resbala. En el campo, los primos juegan al Pictionary, y el reloj de arena pone las reglas. Algunos esperan ansiosos que la arena caiga y sienten que es eterno aquel momento. Los que dibujan sienten como la arena cae como plomo hacia el fondo del reloj.
El tiempo es palpable para muchos, se pierde, se gasta, se gana. Incluso se ahorra como moneda de cambio.
Todos sienten al tiempo, de formas distintas y a veces opuestas. Sin embargo, no se dan cuenta de lo que eso significa. En una isla, Charo no sabe que estudiar, para ella su futuro depende de eso. Para mi, ella depende del futuro. Y mirá cómo es la cosa que tenemos un círculo en el brazo o en la pared que nos dice qué hacer. Tantas vidas reducidas a ese círculo con rayitas y números. Vidas condenadas a vivir un tiempo. A vivir una vida temporal. Mariana salió a correr media hora a la plaza. Víctor cree que su hijo no debería estudiar política porque es una pérdida de tiempo.
Porque Facundo ahorró diez minutos cuando tomó el atajo para ir al cumple de su sobrina. Y ahora tiene diez minutos más para ver el celular.
“Proceso de mercantilización del tiempo”, esas son las palabras. Cómo hemos trasladado la lógica capitalista a la temporalidad. La mejor empresa es la que produce más en menos tiempo. Y se premia el ahorro de tiempo con dinero. Dinero que usamos para ahorrar más tiempo. Sin embargo, el tiempo es a veces sinónimo de disfrute. Martín se toma su tiempo para escribir. Sabe que con el tiempo las cicatrices sanan. En Uspallata, Graciela espera en la bodega al vino tinto que vendrá en meses. Y le encanta. El tiempo ahorrado se utiliza luego en placeres y gustos. Se le encuentra una utilidad y así una finalidad. Y al tiempo no le importa, le resbala.
Y en los bosques del Amazonas yo creía que la vida era infinita. Que los peces nadaban contra la corriente en lugar de fluir con el agua. Donde los pájaros cantaban por el presente sin pensar en el futuro.
En la calle, unos jóvenes se emborrachan aclamando que la vida es una sola. Yo los miraba y pensaba “la Tierra es una sola y no por eso la destruimos”. Tristemente estaba equivocado. La saqueamos, violamos y explotamos. Al final sólo nos queda la dulce agonía de raspar el pote de yogur con la cuchara. Disfrutando más de las últimas cucharadas pero sufriendo el vació inminente del recipiente. El ajuste de algo a un determinismo, sólo lleva a su autodestrucción. Regir nuestras vidas por un tiempo determinado sólo nos limita, sin causa, sin razón. Las limita a ser sólo eso, tiempo. Pero en el pote la cuchara raspa, como raspan las uñas en la piel, pero también raspan los besos. Y de esa agonía se aferran los que luchan contra el tiempo. Los que paradójicamente, aman su existencia. Y al tiempo no le importa, le resbala. La idea, es dejar el pote. Dejar de pensarlo como el límite del disfrute. O también, pensarlo como algo infinito hacia adentro. Para poder manejarlo nosotros.
Porque el tiempo es una sensación. Un sentimiento humano. No tiene existencia fuera de mí. Y si yo soy su patrón, entonces, el tiempo no me importa, me resbala.

No hay comentarios: