Era una tarde calurosa y el cielo encapotado
indicaba que en cualquier momento se venía la lluvia. Renata suspiró, a su
izquierda se levantaba una montaña de platos, fuentes y vasos, sucios. La
fiesta por los setenta años de Mari Carmen había sido todo un éxito, tanto por
la concurrencia, como por la escasez de pleitos familiares.
Le llamó su atención la consistencia del
detergente, mucho más espesa que lo habitual. Deslizó la esponja sobre una ensaladera
de cerámica, pensando en lo útil que resultaría un lavavajillas en ese momento.
Abrió apenas el grifo para enjuagar la fuente. La cerró de golpe cuando una
burbuja del tamaño de una pelota de hand ball apareció en la ensaladera. Le
daba una lástima profunda reventarla, prefería en cambio contemplarla como a
una joya, el tiempo que durara el espectáculo. Con cuidado, Renata acomodó la fuente sobre la
mesa redonda de la cocina.
Continuó la tarea con una jarra de cristal
suizo. Bastaron unas gotitas de agua para que las burbujas aparecieran de nuevo.
Esta vez, eran aproximadamente una decena, amontonadas como sardinas dentro de
la jarra. Con la misma delicadeza que había usado con la ensaladera, Renata
trasladó la jarra hasta la mesa. El fenómeno de las burbujas comenzaba a
parecerle inusual.
Frente a la pileta de la cocina había una
gran ventana que le permitía ver cómo los más viejos tomaban mate a la sombra
de un algarrobo, mientras sus niños pateaban penales en un arco improvisado. Le
daba bronca que los hombres nunca lavaran los platos en las reuniones
familiares. En su casa, Ernesto fregaba igual que ella; pero ahí, reunido con
otros paters familia, parecía un ícono más de la cultura machista.
Al enjuagar los cubiertos, diez glamorosas
burbujas se adhirieron a su blusa. En vez de decrecer, la intensidad del
problema empeoró con los platos, treinta ejemplares de porcelana cubiertos con
grasa de vaca, pátinas de aceite y acheto balsámico. Los enjuagó con rapidez
pero el fenómeno era imparable, en diez minutos las burbujas habían tomado la
mesada redonda e iban ocupando la superficie de la heladera y el microondas. En
el reflejo de la ventana pudo ver que su cabello ondulado se estiraba hacia
arriba en esferas transparentes. Pensó que lo mejor era sacarse los zapatos de
taco para evitar un resbalón, producto del contacto con las burbujas, que ya
copaban el piso. Parecía mentira que un chorro de detergente pudiera generar
tanto escándalo.
Muerta de calor, Renata se acostó en el
lugarcito que aún quedaba libre en el piso de la cocina. Era fantástico ver las
burbujas, que se iban amontonando en el techo, formando figuras polisémicas. El
frescor que emanaban las baldosas en su espalda, le aliviaba los cuarenta grados de
sensación térmica.
Así estaba cuando apareció Maxi dando pasos cortos e inseguros. Renata se
sentó para recibir al gurí, que caminaba derecho hacia sus brazos. Sólo cuando Maxi atravesó la burbuja sin pincharla, Renata
se dio cuenta de la fina y transparente capa que la separaba del mundo. Desde
allí podía ver a su hermana, la mamá del Maxi, que terminaba de lavar los
platos sin los inconvenientes burbujísticos que le habían hecho la tarea
imposible minutos atrás. Volvió a escuchar, como en la adolescencia, la frase
de su madre: “hija, vivís en una burbuja”. Ahora podía decirle que tenía razón,
ella vivía en una burbuja de esas que se ven de muchos colores cuando las
atraviesa un rayo de sol y se elevan fácilmente con apenas un soplido de niño.
Lo comprendía todo en ese instante, en que Maxi se elevaba con ella y
atravesaban juntos la puerta del patio, empujados por una suave brisa de
verano.
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