miércoles, 28 de octubre de 2015

Anacronías por Maxi Banfi









“Cuando me muera, no habrá rosas, ni cipreses, ni labios rojos.
No habrá más albas ni crepúsculos, ni vino perfumado.
Nada en el universo existirá.
Toda la realidad depende de nuestro pensamiento”
Omar Khayyam

Este 21 de septiembre da comienzo a la primavera y dios parece estar cegándose de risa donde quiera que esté. El aroma a jazmín, la brisa cálida del norte, y los colores intensos se olvidaron de nosotros hace tiempo, y por lo pronto no muestran intenciones de regresar.
Una vez más la humedad y el frio penetran por todos los poros del cuerpo y calan hasta lo más profundo de mis huesos. Unas nubes grises y bajas cubren la totalidad del cielo hasta donde alcanza la vista y una leve llovizna  que impacta de costado congela mis pómulos y mi nariz, que gotea como una canilla descompuesta. El cielo parece querer estamparnos contra el piso  y hundirnos en el asfalto con su gran bota negra y pesada.
Entrecierro los ojos para esquivar el viento que se escurre por los costados de mis anteojos, y cuando los abro no veo más que figuras abstractas y un paisaje translucido que podría envidiar el mismísimo Dalí. Me entretengo unos segundos observando ese mundo surrealista, y allí me pierdo por unos instantes mientras mi mente divaga por los ensueños de la creación. Una gota que impacta de lleno en mi ojo izquierdo me devuelve a la realidad.
 -toma primavera, la puta madre
En la calle los pocos taxis que pasan van llenos y los colectivos están de paro desde ayer a la tarde por presiones salariales, la historia de siempre.
       -Todo esto va a reventar
Me digo en voz alta mientras ruego que por la próxima esquina se asome una lucecita roja, la luz de la esperanza, Jesús taxi, el mesías, dios hecho carne. Pero no, todo gris, todo oscuro, todo mojado. Recuerdo lo que dijo el tano la reunión pasada, estamos condenados.
El kiosquero de al lado, un sujeto de tez morena y gordo como un rinoceronte sale, como todos los días, a colocar el cartel al costado de la avenida. Esta vez, con un par de piedras y un alambre para que no se lo lleve el viento. En vísperas de la radiante primavera puede leerse “palito bombón helado” debajo de “cerveza bien fría” y  “carbón”
-          Hola hijo, que puta esta primavera ah? Que vuelva el invierno nomas, si hacía 40 grados.
-          Hola don Hugo, ¿que cuenta?
-          Plata le aseguro que no
Me contesta mirando al suelo mientras suspira, expulsando toda la tristeza del mundo en ese escape de aire involuntario. Levanta la cara, me mira y sonríe.
-          Pero que se le va hacer, hay que seguir pa delante ¿no?
-          Así es
-          Pórtese bien hijo
Le respondo con una sonrisa y vuelvo la mirada hacia la avenida. -Que día de mierda- me repito mientras intento recordar el nombre de esa película que hablaba del pensamiento positivo, la ley de atracción de los objetos y la materialización de ideas en realidades concretas.
-          Si pensas mierda atraes mierda - me repito, e intento apartar los pensamientos nocivos de mi mente y  espíritu. No obstante en el fondo de mí ser lo único que escucho es la palabra mierda. Día de mierda, sociedad de mierda, mundo de mierda, taxi de mierda.
Repentinamente, entre el fondo esmerilado y surrealista de los lentes, logro divisar una pequeña luz brillante que se acerca hacia mí. Así se debe sentir cuando se les materializa la virgen a los enfermos, pienso para mis adentros mientras extiendo un brazo para ser alcanzado por su divina providencia.
El milagro amarillo se detiene, beso la cruz en mi pecho y la vuelvo a esconder debajo de la camisa para que nadie la vea.
Ingreso en el vehículo y saludo al chofer que no emite palabra y espera expectante mis indicaciones.
-          A villa resplandor
El sujeto pone primera y acelera. Sube el volumen de la radio mientras menea la cabeza con gesto de reprobación frente a las noticias amarillistas del lunes. 2 jóvenes de Morón, de 20 y 22 años descuartizan y queman a sus padres mientras duermen, tipos buenos y laburadores según la locutora. Siento la mirada del  taxista  que me estudia por el espejo retrovisor y no me animo a devolverle el gesto.
-          Qué mundo loco  que nos toco pibe eh
 No me queda opción, lo miro y dibujo una mueca falsa de consternación mientras asiento con la cabeza dos o tres veces para legitimar el comentario. Mientras procedo de forma automática y refractaria para no entrar en discusión, no puedo dejar de observar las ojeras que se forman por debajo de sus parpados, tan claramente delineadas que pareciera habérselas dibujado antes de salir a trabajar aquella mañana.
En la espalda, sus omoplatos y cervicales forman una joroba parecida a la de un dromedario,  y  su hombro se encuentra levemente inclinado hacia la derecha para acomodarse a la palanca de cambios. Pareciera ser que paulatinamente este mapache camélido se va amoldando a las exigencias del taxi, convirtiéndose en parte del conjunto de tuercas, tornillos y arandelas que componen el vehículo.
 ¿Le intrigará como es la vida fuera de ese cubículo? O simplemente se acostumbró tanto a su incubadora con ruedas que le teme al exterior. Allí hay miedos, inseguridades, gente que lo interpela, lo pincha, lo molesta. No, afuera es un problema, afuera es el infierno. Mejor el taxi, el pequeño habitáculo de comodidad, la nubecita de algodón amarilla del querubín dromedario que todo lo contempla desde las alturas, por sobre la vida mediocre y cotidiana de los mortales. Adentro está seco y cálido, y  el aroma a lavanda proveniente de la tarjetita del lavadero perfuma el ambiente. El taxi entibia el corazón, da cobijo, resguardo, amparo.
-          ¿O  me vas a decir que no es así pibe?
-          ¿Qué? Disculpe no escuche bien
El taxista baja el volumen de la radio que ahora parlotea sobre narco política, escándalos, lavado de dinero y  corrupción.
-           los políticos, que están en el negocio de la droga, si compran a la policía, además de paso se llenan de plata, ¿y eso quien lo banca? nosotros, y después agarran a un flaco con un porro y le pintan los dedos. Los ladrones más grandes son ellos, pero en este país tienen impunidad, fijate Méndez, ahí está, es senador ¿no?  Y es intocable.
-          ¿Quién?
-          No voy a decir el nombre pibe, es de mala suerte. Si habremos aprendido eso por las malas nosotros, usted no sabe porque es joven, Méndez… la reencarnación del chacho. El de las patillas de acero. El redentor del pueblo.
-          Ah sí, sí, ya sé quien dice
Le respondo sonriendo, señal de haber entendido la confidencia, y con una risa falsa tan mala que delata mi falta de interés. La debería mejorar.
-          ¿Te molesta si fumo?  Pregunta mientras saca  un parisién tabaco negro de una cajita plateada que lleva en el asiento del acompañante- que sujeto extraño, me digo a mi mismo y apenas puedo disimular mis pensamientos. Noto que me está observando con el pucho en la boca y un encendedor en la mano y me apresuro a contestar.
-          No, no, no hay problema, mientras me convide uno
Me alcanza el pucho y me da fuego, como las camareras de los clubs de stripper de las películas yanki. Me había prometido no fumar, pero como negarle un cigarrillo a este clima, a esta tristeza. Siento la puñalada luego de la primera bocanada.
-          Che pibe decime, ¿vos que vas a hacer a ese lugar? – me pregunta el taxista con el pucho en la boca mientras da una profunda pitada de su parisién.
Siempre fui desastroso para mentir. Se me acelera el pulso, transpiro, se me enrojecen los pómulos y miro erráticamente para todos lados.
-          Apoyo escolar, para la facultad
-          Ah, ¿y qué estudias?
Contesta el sujeto, dejando el aire colmado de un silencio tenso e incomodo. Comienza a observarme con aquella lastima con la que se mira a los enfermos terminales que creen que pueden sanar, y  pienso que le diría la verdad tan solo para que deje de mirarme con esa expresión.
-          Sociología,
-          Ah
La hora. Se hace tarde, miro el reloj, 9:20, tarde,  muy tarde.
-          ¿Qué dirección me dijiste?- Escupe el sujeto para cambiar de tema y descomprimir la atmosfera
-          No, no, ahí nomas, donde empieza la plaza – le digo mientras señalo un banco despintado y partido por la mitad.
-          Bueno te dejo ahí, ojo pibe que este barrio es re jodido eh, yo que vos con esa mochila ni me asomo por acá
Me dice, observando el exterior  nerviosa y atentamente, como un animal que busca su presa, con todos los sentidos alerta ante cualquier indicio de movimiento.
-          Si si, está bien vengo siempre.-
 Mentira.
Bajo del vehículo y el frio me pega una bofetada. Lenta y cuidadosamente retiro la mochila del asiento y me la cargo al hombro, los explosivos son pesados.
A mí alrededor no se ve un alma, ni una sola persona fuera de su casa. Las nubes y el frio siguen consumiéndolo todo. Del bolsillo de atrás de mi pantalón extraigo algo así como un croquis, un mapa del lugar, donde señala la ubicación a la que tengo que ir, y la persona que tengo que contactar, un tal “león”. Observo  a los costados y noto que la realidad se asemeja muy poco al precario dibujo gastado que me entregaron la tarde anterior.
Los nervios, los miedos y las dudas comienzan a penetrar por todos los poros del cuerpo, y siento como mi corazón repiquetea a destiempo dentro de mi pecho. Un vacio vertiginoso dentro de mi estomago comienza a subir hasta colmarme los pulmones, que se expanden y se contraen de forma errática y acelerada. Pienso en mis hijos, que no tengo, que no voy a tener. Intento aquietar mi nerviosismo buscando desesperadamente la cruz que reposa en mi pecho. Cuando doy con la pequeña figura dorada, la extraigo de su guarida, acerco mis labios al cálido metal y comienzo a rezar.
 La oración permite calmarme y comienzo  observar el panorama a mí alrededor. Una sensación de profunda tristeza inunda mis pulmones. Frente a mi puedo observar una plaza que agoniza. De lo que en algún momento fueron hamacas, tan solo quedan las cadenas, y mas allá las tablas que se arrastran por la tierra. Los subibajas y las calesitas se encuentran oxidados y putrefactos, y las malezas se elevan por sobre toda la desolación. Las calles están colmadas de bolsas de residuo, papel higiénico, pañales, y toda suerte de desperdicios. Sujetado  de la rama de un árbol se puede observar un banner de coca cola gastado y tajeado. Una niña afroamericana sonríe, con dientes blancos y relucientes mientras sostiene una botella del líquido negro, debajo de su torso todavía puede leerse “destapa felicidad”.
Los niños no juegan  más en aquel lugar. La plaza aparece  más bien como un testigo, como una prueba eterna e insoslayable de opresión, en los límites de la realidad, donde no se puede ver, donde el progreso va nada más que a tirar la basura, los escombros. Allí las criaturas salvajes merodean por el bosque, son bestias o dioses. La historia deja a su paso los escombros del progreso, me acuerdo de algo que leí, “resistir se hace inevitable, tan necesario como respirar”. Todo se resiste.
Una sonrisa se dibuja en mi rostro y siento que todo lo que hay allí es valioso. Eso que se presenta ahí es honesto, se deja ser, es sincero consigo mismo. Desde ese aparente lugar del desecho y la herrumbre,  veo surgir una luz cegadora. Es inevitable, La revolución se hace necesaria por la naturaleza de las cosas. Dios nos va a perdonar. Pero todo esto tiene que explotar.
Tomo una profunda bocanada de aire y me acomodo las tiras de la mochila. Comienzo a caminar por los estrechos pasadizos de la villa cubiertos de barro, aguas servidas y basura. Por un momento pienso en todos los sueños que nunca voy a poder concretar.
Me imagino de cuarenta años, en la galería de una casa grande en el campo, observando a mis hijos, un niño y una niña corriendo entre una alameda plateada, jugando a tirarse chorros de agua con una manguera mientras ríen y saltan para esquivar los ataques. Sueño con mi hija, que me mira con unos ojos negros enormes y profundos, diciéndome te amo papa, mientras pasa su mano alrededor de mi pecho y apoya su oído en mi corazón. Una mujer al otro lado de la habitación nos mira y sonríe, y ese momento es infinito.
Mis ojos se humedecen, el barro se filtra por los huecos de mis zapatillas a medida que transito las pequeñas calles de la villa. ¿Qué carajo estoy haciendo? No sé, pareciera ser que hay algo más allá de mí y a la vez tan profundamente mío que me empuja por este camino, como una inmensa masa de energía invisible que me toma por completo.
Me seco las lágrimas con la manga de mi campera mientras recuerdo una frase de un libro que leí hace un tiempo, “Nosotros somos los muertos”.
Repentinamente siento una seguridad de hierro que se apodera de mi ser, camino con pisadas firmes y  un ritmo constante.
 Sonrío y pienso que nunca fui tan feliz como en este preciso instante.


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