Se aferró con fuerza del borde de la terraza mientras intentaba ignorar las palabras de Mefistófeles, su inseparable compañero.
La garganta le ardía, las lágrimas le impedían enfocar
correctamente la mirada y tenía frío, mucho frío. Miró hacia abajo, más allá de
sus pies suspendidos en el aire. Luces de la calle, faros de los vehículos,
carteles y algunas pocas personas, nada tenía forma, solo eran un cúmulo de
motas de colores que se entremezclaban y separaban danzando monótonamente al
ritmo de la melodía de Cronos. ¡Cuánto le apetecía interrumpirla! Aunque fuese
solo por unos breves segundos, o quizás más. Y es que, ¿cómo no desear frenar
el reloj luego de descubrir que has muerto?
Y lo hizo, claro que lo hizo, lo destruyó, acabó con todo.
Desechó a su familia, a sus conocidos, su propio nombre. Comenzó de nuevo, dio
el primer paso lejos de su vida y se presentó como Auric ante la primera
persona que cuestionó su identidad. ¡Cuán idiota fue al hacer eso! No pensó que
ese nombre sería el inicio de su condena.
No pasó mucho antes de que se diera cuenta que podía negar
su pasado, pero la historia siempre lo acompañaría; sería su cruz por la
eternidad. Se reconoció como un cascarón vacío, una mísera sombra de lo que
alguna vez fue y nunca podría volver a ser, meros restos de una trágica
historia que no debería ser contada.
A Mefistófeles le encantaba relatarle esa historia, gozaba
enormemente de su expresión cuando describía los horribles pecados que cometió.
Y él no podía quejarse, no debía, era su justa recompensa por intentar ser
Dios.
Secó sus ojos con el dorso de la mano, y el mundo volvió a
tener sentido.
Los edificios se extendían por varios kilómetros, y más
allá de ellos la impoluta naturaleza desplegaba sus maravillas. Bosques,
montañas, cielo y mar. ¡Cuánto los hubiese apreciado de no ser por la oscuridad
que cernía su alma!
La cruel brisa invernal mecía su largo cabello, y de la
misma forma danzaban sus memorias. Recordó la primera vez que se encontró en
esa situación, en lo alto de un edificio cualquiera deseando terminar con todo.
La única diferencia es que el de sus recuerdos no era un edificio cualquiera,
sino aquel en el que despertó luego de matar a su hermano. Aquella noche fue lo
suficientemente caprichoso como para querer ver por última vez al astro rey.
Gran error; y a Mefistófeles le encantaba recordárselo.
El tiempo es intrigante. Por esperar unos cuantos segundos,
cambió completamente su destino. O quizás no, quizás estaba escrito que debía
sobrevivir en esa ocasión. ¿Cuánto se habrá perdido por demorar un par de
minutos al salir de su hogar? ¿Cuánto sacrificó por unas horas de sueño? Quizás
demasiado, quizás nada. Quizás el hecho de que haya decidido dejarse crecer el
cabello condicionó significativamente su destino, quizás no. Alguna vez estuvo
lo suficientemente aburrido para poder concluir que si no amase todo lo
relacionado con la química, en la actualidad no tendría una banda. ¿Las vidas
están preestablecidas o se construyen paso a paso?
Mefistófeles odiaba que lo ignorasen. Cuando lo hacía, se
volvía demasiado molesto; le obligó a salir de sus cavilaciones y le sonrió
burlonamente al tiempo que retomaba sus intentos por atormentarlo. Simplemente
lo dejó ser mientras miraba al vacío, había aprendido a convivir con él hace
mucho y, además, no le estaba diciendo nada que no supiera ni tuviese asumido.
En algún momento las lágrimas se agotaron, su dolor mutó al punto de ser
invisible, su alma transgredió el límite de lo real y se arrojó al abismo. No
quedó nada más que un juguete roto y una sombra absurda.
La leve vibración de su celular destruyó todo, lo arrastró
nuevamente a la discontinuidad y, su espectro, como si supiese de quién se
trataba, cesó su monólogo abruptamente. Tomó el aparato con la intención de
apagarlo o arrojarlo al vacío, mas no pudo hacerlo luego de ver el remitente.
¡Maldito Kouren! Siempre tan oportuno. No podía evitarlo,
no a él que lo conocía más que a sí mismo. Lo maldijo nuevamente y contestó el
jodido aparato.
– ¿Dónde estás? –interrogó inmediatamente le pelirrojo.
– ¿Sí? ¡Oh, Kouren! ¡Hola! Qué alegría saber de ti luego de
tanto tiempo- ¿Qué tal tu día? El mío fue maravilloso. – Si bien su voz sonó
más fracturada de lo que hubiese querido, el tono sarcástico fue más que
evidente.
– Ezio me dijo que desapareciste hace una semana.
– Oh, ¿ya pasó tanto tiempo?
– ¡Deja de jugar! –le gritó–. ¿Disfrutas de preocupar a los
que te rodean?
– No los obligué a acercarse, por ende, no tengo por qué
satisfacerlos.
Escuchó un suspiro al otro lado de la línea, y sonrió al
tiempo que mecía los pies sobre la nada. Kouren siempre fue una persona fácil
de irritar. Al fin, luego de lo que le pareció ser una eternidad, el mayor se
dignó a hablar de nuevo.
– Podrías ser un poco más cortés, maldito mocoso.
– Te recuerdo que fuiste tú quien no saludó –le reprochó
con un tono completamente opuesto al utilizado anteriormente, demasiado
tranquilo, demasiado resignado.
– A veces es imposible lidiar contigo.
– Si eso crees, entonces cuelga.
Silencio nuevamente. Desvió la mirada hacia la derecha,
donde Mefistófeles se encontraba expectante al resultado de la charla. Le
sonrió mientras se quitaba el cabello del rostro, y el monstruo no pudo
disimular su expresión intrigada.
Los minutos morían y el cielo comenzó a llorar, y al ritmo
de las gotas suicidas, Auric reprodujo mentalmente aquella melodía que
contaminó su esencia milenios atrás. Una sonata tan meliflua e inefable como
para ser imposible de ignorar a pesar de conocer la corrupción que acarrea: la
melodía de la muerte. Con ella murió su hermano. Con ella murió su pasado. La
reprodujo perfectamente en cada intento de muerte, e inevitablemente la
repetiría ahora.
– Háblame –exigió el mayor. Pudo notar un ligero quiebre en
la pronunciación de esa única palabra, y se juró que solo porque era lo
moralmente correcto le tendría piedad, como si en ese momento no se sintiese el
ser más miserable de la tierra por preocuparlo.
– ¿Alguna vez pensaste en todo lo que puede cambiar en dos
minutos? –enunció mientras movía lentamente la cabeza al son de aquella música
imaginaria.
– ¿Disculpa?
– No te preocupes, te perdono. –rió levemente. Y esa fue,
por mucho, la risa más falsa de la historia–. La primera vez que quise unirme
con el asfalto, ya sabes, poco después de matar a mi hermano, decidí que vería
al sol una última vez. Es uno de esos últimos deseos raros que se suelen tener
cuando eres tú el que controla cómo y dónde termina tu historia. –Hizo una
breve pausa para tomar aire antes de continuar–. Durante toda esa vida, o más
bien, durante toda esa muerte, me relacionaron con dicha estrella; quizás me
demoré porque quería marcharme a la sombra de una expectativa que nunca logré
cumplir. O quizás solo porque fui un idiota. Como ya sabes, si no lo hubiese
hecho, no hubiese conocido a Nir, y estaría vivo, o como mínimo mi muerte
habría sido menos mierda.
– Me gustaría que dejaras de hablar de la vida como muerte.
– La vida es muerte, y la muerte es la verdadera vida.
– Si eso fuera así, entonces la muerte no tendría ningún
sentido. ¿De qué valdría morir si luego vas a volver a la vida?
– Solo cuando mueres aprendes a valorar la vida. Es lo
mismo que nos enseñan desde siempre, solo que llamando a las cosas por el
nombre equivocado.
Y Kouren se rindió, porque sabía que era absolutamente
inútil intentar reprochar alguna de sus hipótesis.
– ¿A qué iba todo eso de los dos minutos?
– A que por dos minutos me convertí en una sombra. Una
sombra que lo puede todo, pero sombra al fin y al cabo. –Y si estaba llorando o
no, es imposible decirlo; la naturaleza se encargó de camuflar cualquier
posible rastro de pena utilizando a la lluvia y el viento como maquillaje.
– No sería así si no te empeñases en alejarte de todos cada
vez que el mundo se derrumba.
– Está bien así. Lo merezco.
– No, no lo mereces.
– Deja de tenerme piedad. O más bien, deja de ser tan
egoísta como para pretender que la tienes.
– Lo soy, no lo voy a negar ni voy a dejar de serlo. Mucha
gente te necesita, deja de ser tan egoísta como para darles la espalda luego de
todo lo que han hecho por ti.
Suspiró. La canción se terminaba, y con ella iba su
paciencia. O al menos eso se dijo, pero en el fondo sabía que solo quería que
lo salvaran. Observó a su fiel acompañante y luego al vacío antes de volver a
hablar.
– ¿Cómo matas a un demonio?
– Luchando. Así que, por favor, vuelve.
Y sin saber si fue por el cansancio, por culpa, porque de
repente se sentía profundamente solo o por todo ello junto, le aseguró que
volvería antes del amanecer.
Pero él tenía sus propios métodos de lucha. Por ello le
pidió perdón al silencio y lanzó el celular al vacío, tocó la última nota del
concierto y se marchó tras el aparato. Y, leal como siempre, Mefistófeles fue
con él.
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