lunes, 31 de agosto de 2015

De un demonio y una melodía inefable por Gerlinde Keirvsac









Se aferró con fuerza del borde de la terraza mientras intentaba ignorar las palabras de Mefistófeles, su inseparable compañero.

       La garganta le ardía, las lágrimas le impedían enfocar correctamente la mirada y tenía frío, mucho frío. Miró hacia abajo, más allá de sus pies suspendidos en el aire. Luces de la calle, faros de los vehículos, carteles y algunas pocas personas, nada tenía forma, solo eran un cúmulo de motas de colores que se entremezclaban y separaban danzando monótonamente al ritmo de la melodía de Cronos. ¡Cuánto le apetecía interrumpirla! Aunque fuese solo por unos breves segundos, o quizás más. Y es que, ¿cómo no desear frenar el reloj luego de descubrir que has muerto?

       Y lo hizo, claro que lo hizo, lo destruyó, acabó con todo. Desechó a su familia, a sus conocidos, su propio nombre. Comenzó de nuevo, dio el primer paso lejos de su vida y se presentó como Auric ante la primera persona que cuestionó su identidad. ¡Cuán idiota fue al hacer eso! No pensó que ese nombre sería el inicio de su condena.

       No pasó mucho antes de que se diera cuenta que podía negar su pasado, pero la historia siempre lo acompañaría; sería su cruz por la eternidad. Se reconoció como un cascarón vacío, una mísera sombra de lo que alguna vez fue y nunca podría volver a ser, meros restos de una trágica historia que no debería ser contada.

       A Mefistófeles le encantaba relatarle esa historia, gozaba enormemente de su expresión cuando describía los horribles pecados que cometió. Y él no podía quejarse, no debía, era su justa recompensa por intentar ser Dios.

       Secó sus ojos con el dorso de la mano, y el mundo volvió a tener sentido.

       Los edificios se extendían por varios kilómetros, y más allá de ellos la impoluta naturaleza desplegaba sus maravillas. Bosques, montañas, cielo y mar. ¡Cuánto los hubiese apreciado de no ser por la oscuridad que cernía su alma!

       La cruel brisa invernal mecía su largo cabello, y de la misma forma danzaban sus memorias. Recordó la primera vez que se encontró en esa situación, en lo alto de un edificio cualquiera deseando terminar con todo. La única diferencia es que el de sus recuerdos no era un edificio cualquiera, sino aquel en el que despertó luego de matar a su hermano. Aquella noche fue lo suficientemente caprichoso como para querer ver por última vez al astro rey. Gran error; y a Mefistófeles le encantaba recordárselo.

       El tiempo es intrigante. Por esperar unos cuantos segundos, cambió completamente su destino. O quizás no, quizás estaba escrito que debía sobrevivir en esa ocasión. ¿Cuánto se habrá perdido por demorar un par de minutos al salir de su hogar? ¿Cuánto sacrificó por unas horas de sueño? Quizás demasiado, quizás nada. Quizás el hecho de que haya decidido dejarse crecer el cabello condicionó significativamente su destino, quizás no. Alguna vez estuvo lo suficientemente aburrido para poder concluir que si no amase todo lo relacionado con la química, en la actualidad no tendría una banda. ¿Las vidas están preestablecidas o se construyen paso a paso?

       Mefistófeles odiaba que lo ignorasen. Cuando lo hacía, se volvía demasiado molesto; le obligó a salir de sus cavilaciones y le sonrió burlonamente al tiempo que retomaba sus intentos por atormentarlo. Simplemente lo dejó ser mientras miraba al vacío, había aprendido a convivir con él hace mucho y, además, no le estaba diciendo nada que no supiera ni tuviese asumido. En algún momento las lágrimas se agotaron, su dolor mutó al punto de ser invisible, su alma transgredió el límite de lo real y se arrojó al abismo. No quedó nada más que un juguete roto y una sombra absurda.

       La leve vibración de su celular destruyó todo, lo arrastró nuevamente a la discontinuidad y, su espectro, como si supiese de quién se trataba, cesó su monólogo abruptamente. Tomó el aparato con la intención de apagarlo o arrojarlo al vacío, mas no pudo hacerlo luego de ver el remitente.

       ¡Maldito Kouren! Siempre tan oportuno. No podía evitarlo, no a él que lo conocía más que a sí mismo. Lo maldijo nuevamente y contestó el jodido aparato.

       – ¿Dónde estás? –interrogó inmediatamente le pelirrojo.

       – ¿Sí? ¡Oh, Kouren! ¡Hola! Qué alegría saber de ti luego de tanto tiempo- ¿Qué tal tu día? El mío fue maravilloso. – Si bien su voz sonó más fracturada de lo que hubiese querido, el tono sarcástico fue más que evidente.

       – Ezio me dijo que desapareciste hace una semana.

       – Oh, ¿ya pasó tanto tiempo?

       – ¡Deja de jugar! –le gritó–. ¿Disfrutas de preocupar a los que te rodean?

       – No los obligué a acercarse, por ende, no tengo por qué satisfacerlos.

       Escuchó un suspiro al otro lado de la línea, y sonrió al tiempo que mecía los pies sobre la nada. Kouren siempre fue una persona fácil de irritar. Al fin, luego de lo que le pareció ser una eternidad, el mayor se dignó a hablar de nuevo.

       – Podrías ser un poco más cortés, maldito mocoso.

       – Te recuerdo que fuiste tú quien no saludó –le reprochó con un tono completamente opuesto al utilizado anteriormente, demasiado tranquilo, demasiado resignado.

       – A veces es imposible lidiar contigo.

       – Si eso crees, entonces cuelga.

       Silencio nuevamente. Desvió la mirada hacia la derecha, donde Mefistófeles se encontraba expectante al resultado de la charla. Le sonrió mientras se quitaba el cabello del rostro, y el monstruo no pudo disimular su expresión intrigada.

       Los minutos morían y el cielo comenzó a llorar, y al ritmo de las gotas suicidas, Auric reprodujo mentalmente aquella melodía que contaminó su esencia milenios atrás. Una sonata tan meliflua e inefable como para ser imposible de ignorar a pesar de conocer la corrupción que acarrea: la melodía de la muerte. Con ella murió su hermano. Con ella murió su pasado. La reprodujo perfectamente en cada intento de muerte, e inevitablemente la repetiría ahora.

       – Háblame –exigió el mayor. Pudo notar un ligero quiebre en la pronunciación de esa única palabra, y se juró que solo porque era lo moralmente correcto le tendría piedad, como si en ese momento no se sintiese el ser más miserable de la tierra por preocuparlo.

       – ¿Alguna vez pensaste en todo lo que puede cambiar en dos minutos? –enunció mientras movía lentamente la cabeza al son de aquella música imaginaria.

       – ¿Disculpa?

       – No te preocupes, te perdono. –rió levemente. Y esa fue, por mucho, la risa más falsa de la historia–. La primera vez que quise unirme con el asfalto, ya sabes, poco después de matar a mi hermano, decidí que vería al sol una última vez. Es uno de esos últimos deseos raros que se suelen tener cuando eres tú el que controla cómo y dónde termina tu historia. –Hizo una breve pausa para tomar aire antes de continuar–. Durante toda esa vida, o más bien, durante toda esa muerte, me relacionaron con dicha estrella; quizás me demoré porque quería marcharme a la sombra de una expectativa que nunca logré cumplir. O quizás solo porque fui un idiota. Como ya sabes, si no lo hubiese hecho, no hubiese conocido a Nir, y estaría vivo, o como mínimo mi muerte habría sido menos mierda.

       – Me gustaría que dejaras de hablar de la vida como muerte.

       – La vida es muerte, y la muerte es la verdadera vida.

       – Si eso fuera así, entonces la muerte no tendría ningún sentido. ¿De qué valdría morir si luego vas a volver a la vida?

       – Solo cuando mueres aprendes a valorar la vida. Es lo mismo que nos enseñan desde siempre, solo que llamando a las cosas por el nombre equivocado.

       Y Kouren se rindió, porque sabía que era absolutamente inútil intentar reprochar alguna de sus hipótesis.

       – ¿A qué iba todo eso de los dos minutos?

       – A que por dos minutos me convertí en una sombra. Una sombra que lo puede todo, pero sombra al fin y al cabo. –Y si estaba llorando o no, es imposible decirlo; la naturaleza se encargó de camuflar cualquier posible rastro de pena utilizando a la lluvia y el viento como maquillaje.

       – No sería así si no te empeñases en alejarte de todos cada vez que el mundo se derrumba.

       – Está bien así. Lo merezco.

       – No, no lo mereces.

       – Deja de tenerme piedad. O más bien, deja de ser tan egoísta como para pretender que la tienes.

       – Lo soy, no lo voy a negar ni voy a dejar de serlo. Mucha gente te necesita, deja de ser tan egoísta como para darles la espalda luego de todo lo que han hecho por ti.

       Suspiró. La canción se terminaba, y con ella iba su paciencia. O al menos eso se dijo, pero en el fondo sabía que solo quería que lo salvaran. Observó a su fiel acompañante y luego al vacío antes de volver a hablar.

       – ¿Cómo matas a un demonio?

       – Luchando. Así que, por favor, vuelve.

       Y sin saber si fue por el cansancio, por culpa, porque de repente se sentía profundamente solo o por todo ello junto, le aseguró que volvería antes del amanecer.

       Pero él tenía sus propios métodos de lucha. Por ello le pidió perdón al silencio y lanzó el celular al vacío, tocó la última nota del concierto y se marchó tras el aparato. Y, leal como siempre, Mefistófeles fue con él.



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