Los ojos de León parecen cerrados aunque en realidad
miran la herida de su hombro. No le duele pero imagina cuanto tiempo la sangre
caerá sobre su cuerpo. El capricho de su alma se materializa en aquella
cicatriz que todavía no cesa. Hunde el dedo en la bala. Se marea pero no le
importa. Con el dolor recuerda lo importante de permanecer en el mundo.
Piensa en la posibilidad de comprender otra realidad,
de creer que los sueños son posibles.
Nada es tan complicado, pero es un hombre de pocas ideas. Solo se sintió libre, cuando decidió robar el
banco. Él, contador de la Universidad
Nacional de Córdoba, no sabe la razón por la que decidió escapar con cinco bolsas de dinero en su Renault 12.
̶ Lo hice porque estaba
aburrido.
Se dice a sí mismo aunque no encuentra consuelo en sus
palabras arbitrarias. Con los billetes planea realizar la revolución, que su
padre troskista, carente de ideas, nunca consiguió. Rodeado de bolsas de dinero,
no adivina su universo.
̶ No se trata de mi situación,
se trata de la situación.
Comprende
mientras abre las ventanas del departamento y se ve como el Robín Hood de la
provincia sudaca donde vive. Cuando reparta los dólares del capital, la
multitud lo amará incondicionalmente.
Las representaciones de su mente son las únicas verdaderas. No existe otro
final en el cuento de su vida.
Los billetes caen sobre Avenida Colón pero a nadie le
importa. En la ciudad hay demasiado ruido. Un policía gordito, algo rengo
-abstraído en su pancho- descubre los papelitos hundidos en la mayonesa.
León escucha las botas subir por la escalera. Está furioso,
se equivocó como su padre y descubre que el problema no eran los papelitos, ni
las ideas, el gran conflicto de la humanidad es la situación.
̶ Todavía no es tarde.
Murmura mientras vierte una botella de alcohol sobre los bolsones de dinero para luego arrojar el
cigarrillo de la victoria. Un fuego glorioso lo abriga. Destruyen la puerta la
policía lo rodea. Antes de entregarse, mientras baila la cumbia de su vida, grita:
̶ Solo nos queda bizarrearla.
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