“Hay en ese extraño
caos que llamamos la vida algunas circunstancias y momentos absurdos en los
cuales tomamos al universo todo por una inmensa broma pesada, aunque no
logremos percibir con claridad en qué consiste su gracia y sospechemos que nosotros
mismos somos víctimas de la burla”
Herman Melville, Moby
Dick.
Hijo de la globalización, poeta
del ajuste, vio como las utopías prometidas explotaron y lo desterraron del
mundo que a sus padres le prometieron; soñó con los paisajes que sus abuelos colorearon
y naufragó por todas esas circunstancias, absurdas, caóticas que algunos llaman
vida para luego perder su nariz en la cocaína que mil veces lo mareó. Pero
cuando amaneció en la mañana de abril, bajo un aguacero insoportable que mojaba
sus ventanas, y leyó otra vez el telegrama de despido, el pasado que el whisky,
la cocaína y el dinero habían escondido, estalló frente al espejo donde se
lavaba los dientes todos los días. Descubre las primeras canas, las primeras
arrugas y se recuerda con los pies mojados en el río, recostado sobre el césped,
con el sol en el rostro.
Su indemnización lo espera, pero
no deja de pensar en su tonada del norte, en las siestas ausentes donde cazaba
langostas junto a su hermano con las manos bañadas de caramelo. Escucha otra
vez la radio que su abuela encendía mientras veía como las hojas de otoño
cubrían la galería. Enciende un cigarrillo, mira el culo de una mujer que no
conoce en la estación del subte y no se imagina que la sombra de un pasado que
nunca se fue, hoy lo aturda con deudas pendientes.
Desciende en retiro pero huele el
aire de la tierra húmeda que se agitaba cerca del lago donde iba a pescar con
su hermano. Lautaro se aturde porque su camino no es el de su inconsciente o su destino que es lo
mismo. Cruza a la estación de enfrente y espera otra vez el subte. Enciende
otro cigarrillo pero su boca recuerda el gusto del guiso que su abuela cocinaba
los domingos de abril.
Sobre la fila del banco se
encuentra con Camila luego de que recibe la indemnización, vuelve a mirar a
Camila. Caminan juntos y se sienta en un
bar, cerca de constitución, donde toman una Quilmes con maní rancio y escuchan
damas gratis mientras un gordo bajito les cambia botellas vacías por llenas.
Durante la primera cerveza
conversan sobre el pesado, en la segunda lloran, en la tercera se ríen. Cuando
prueban la cuarta se tocan las piernas, las manos y en la quita sus lenguas se
cruzan entre dedos hundidos y cuellos húmedos. Lautaro se ve sentado sobre la
plaza del pueblo al lado de su hermano mayor, comparten una caja de vino, de
ese que ahora, veinte años después, nunca tomaría.
Salta la cerca de Parque Lezama
junto a Camila. Vagan por el museo de Historia nacional, se esconden entre los
arbustos y se refugian bajo un banco. Lautaro se desabrocha su pantalón para
hundir su pene en la boca de Camila que espera sentada. Ella lo lame porque sin
decir nada del ayer y tampoco del mañana. Lo lame mientras clava sus ojos en
los ojos de él que la sostiene del pelo y no la deja respirar. Camila lo empuja
hacia atrás y ordena:
—Por la cola.
Lautaro la penetra mientras ella gime saciada
por el dolor que seda su mente hundida en mierda. Por cinco minutos de
violencia, el mundo desaparece. Esparce el semen sobre la espalda de ella, pero
no deja de pensar en los baldíos donde corría junto a su hermano y en la cabaña
que alguna vez levantaron en el algarrobo cerca del río.
—La vida.
Dice saciado con el pene en la
mano. Camila todavía excitada con las piernas mojadas, Encuentra en el bolsillo
izquierdo de su campera de jean, la bolsa de cocaína. La prepara sobre el banco
húmedo por el sudor de los cuerpos desnudos. Busca un billete de dos pesos y
aspira con su nariz izquierda. Lautaro se acerca, hunde su nariz en el ángel de
la soledad que ahora recorre sus venas, que lo traslada hacia el camino de
tierra que todas las noches recorría para
subir ebrio, con su hermano, al Cristo redentor.
Recuerda las sierras verdes que
rodeaban la casona húmeda de su abuela, el gato ciego de la vieja, su primer
beso en el Cristo redentor.
—Cristo.
Dice y se despierta junto al
cuerpo dormido de Camila. Lautaro se masturba sobre la espalda desnuda de
Camila, hunde su sexo sobre el cuerpo de ella que entre gemidos abandona el
sueño de los enfermos para despertar en la pesadilla de los adictos.
—Basta.
Grita ella pero él le tapa la
boca, ella lo muerde pero Lautaro no la suelta y solo se detiene cuando el
esperma cae entre las piernas de ellas mezclado entre el sudor de dos personas
olvidadas. Saciado con un cigarrillo en la boca, piensa en la primera etiqueta
de Marlboro que compró al borracho del pueblo, en el bar que se encontraba bajo el Cristo redentor.
—Cristo.
Repite mientras se abrocha el
pantalón y despide de Camila con el silencio de la culpa y algo de cocaína en
el bolsillo. Aspira el ángel de las alas perdidas en la puerta del ascensor.
Siente como el santo baila por sus arterias hasta estrellarse en su mente y explota
en incontables dosis de dopamina que dilatan su pupila. Mira como las luces de
la ciudad lo amenazan igual que el policía del pueblo, cuando lo descubría
borracho sobre el Cristo.
—Cristo, Cristo, Cristo.
Repite y se duerme pero no
detiene sus pasos. Abre los ojos sobre la ruta donde las estrellas son el único
testigo, no pregunta nada aunque se imagina la noche donde todo cambió. Cuando
ebrio con una botella de ginebra escaló el Cristo. Imágenes confusas se
presentan en su mente: El olor húmedo del pasto, el puente que cruza el
arroyo, el sol que se esconde entre las
sierras del valle, el olor a torta fritas sobre el delantal de su abuela, la
cocaína, su hermano. La bocina de un camión lo arrastra a un presente brutal construido de autos,
asfalto y una Catedral de mil años levantada en el centro de Catamarca.
Lautaro hace la señal de la cruz
frente a la iglesia, se arrodilla en el altar pero su pasado lo encierra, lo golpea, mientras la dopamina de su alma
reclama al ángel. Su sangre sin cocaína revive la noche en que escaló el Cristo
junto con su hermano Daniel, llovía y estaban mareados por el alcohol.
Daniel pisa mal una piedra y el
abismo lo abraza, Lautaro estira su mano pero no llega. Su hermano se pierde en
la oscuridad. Fue un entierro sin cuerpo pero cubierto de murmullos y voces. Se
despierta en el presente sentado en la plaza al lado de un linyera que le pide cigarros
y monedas de un peso.
—Pronto todo acabará.
Murmura Lautaro mientras ve como
las luces de la ciudad explotan pero no le importa. Camina entre las montañas,
enciende un cigarrillo. Recuerda los gritos de su madre pero sobre todo, el
silencio de la abuela. Después de la muerte de Daniel la abuela ya no cocinaba.
El único ruido en la casa, eran los
maullidos del gato sentado cerca de la vieja. Los años se movieron, rosas negras crecieron en los brazos de la
abuela, nunca más alimentó su alma rendida, nunca más se levantó de la
mecedora. Solo abría los ojos para esperar todos los días la muerte. Cansada ya
no soportó verla sufrir tanto y se la llevó mientras dormía. Dos entierros en
cien días.
En el pueblo de Rodeo sus pies
ensangrentados son abrazados por la soledad y el frio. Ve al Cristo en la
sombra del atardecer naranja dibujado entre las sierras del valle. Las manos
amarillas por la nicotina, su barba crecida, su aliento a tabaco viejo, ascienden
por el camino hacia la cima. Se descubre
frente al ídolo de cemento, rodeado de rosas, promesas de papel colgadas en el
alambrado. Las Rosas se marchitan de tanto esperar milagros perdidos en el
universo. Salta el alambrado: desde la cornisa, Rodeo parece un monstruo
dormido a la espera de su muerte. Llueve. Salta con los ojos clavados en el
cielo y grita:
—Estamos a mano hermano.
El viento lo arrastra hacia el
cerro y golpea su cráneo contra las piedras, la sangre mancha los árboles. Pierde la conciencia, gira en la oscuridad
como Daniel. El cuerpo se golpea sobre el cemento viejo. El cielo se despeja,
los ojos de Lautaro se abren doloridos, acaricia las cicatrices de la piel.
—Todavía no estamos a mano.
Le dice su hermano al oído.
—Quizás la décima vez sea la
vencida.
Piensa Lautaro, sacude el polvo
de su ropa y vuelve a Buenos Aires con el paso lento, necesita más dinero y la
cocaína se acaba.
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