viernes, 8 de abril de 2016

Cristo por Lukas



“Hay en ese extraño caos que llamamos la vida algunas circunstancias y momentos absurdos en los
cuales tomamos al universo todo por una inmensa broma pesada, aunque no logremos percibir con claridad en qué consiste su gracia y sospechemos que nosotros mismos somos víctimas de la burla”
Herman Melville, Moby Dick.


Hijo de la globalización, poeta del ajuste, vio como las utopías prometidas explotaron y lo desterraron del mundo que a sus padres le prometieron; soñó con los paisajes que sus abuelos colorearon y naufragó por todas esas circunstancias, absurdas, caóticas que algunos llaman vida para luego perder su nariz en la cocaína que mil veces lo mareó. Pero cuando amaneció en la mañana de abril, bajo un aguacero insoportable que mojaba sus ventanas, y leyó otra vez el telegrama de despido, el pasado que el whisky, la cocaína y el dinero habían escondido, estalló frente al espejo donde se lavaba los dientes todos los días. Descubre las primeras canas, las primeras arrugas y se recuerda con los pies mojados en el río, recostado sobre el césped, con el sol en el rostro.

Su indemnización lo espera, pero no deja de pensar en su tonada del norte, en las siestas ausentes donde cazaba langostas junto a su hermano con las manos bañadas de caramelo. Escucha otra vez la radio que su abuela encendía mientras veía como las hojas de otoño cubrían la galería. Enciende un cigarrillo, mira el culo de una mujer que no conoce en la estación del subte y no se imagina que la sombra de un pasado que nunca se fue, hoy lo aturda con deudas pendientes.

Desciende en retiro pero huele el aire de la tierra húmeda que se agitaba cerca del lago donde iba a pescar con su hermano. Lautaro se aturde porque su camino no es el  de su inconsciente o su destino que es lo mismo. Cruza a la estación de enfrente y espera otra vez el subte. Enciende otro cigarrillo pero su boca recuerda el gusto del guiso que su abuela cocinaba los domingos de abril.
Sobre la fila del banco se encuentra con Camila luego de que recibe la indemnización, vuelve a mirar a Camila. Caminan juntos  y se sienta en un bar, cerca de constitución, donde toman una Quilmes con maní rancio y escuchan damas gratis mientras un gordo bajito les cambia  botellas vacías por llenas.

Durante la primera cerveza conversan sobre el pesado, en la segunda lloran, en la tercera se ríen. Cuando prueban la cuarta se tocan las piernas, las manos y en la quita sus lenguas se cruzan entre dedos hundidos y cuellos húmedos. Lautaro se ve sentado sobre la plaza del pueblo al lado de su hermano mayor, comparten una caja de vino, de ese que ahora, veinte años después, nunca tomaría.
Salta la cerca de Parque Lezama junto a Camila. Vagan por el museo de Historia nacional, se esconden entre los arbustos y se refugian bajo un banco. Lautaro se desabrocha su pantalón para hundir su pene en la boca de Camila que espera sentada. Ella lo lame porque sin decir nada del ayer y tampoco del mañana. Lo lame mientras clava sus ojos en los ojos de él que la sostiene del pelo y no la deja respirar. Camila lo empuja hacia atrás y ordena:

—Por la cola.

 Lautaro la penetra mientras ella gime saciada por el dolor que seda su mente hundida en mierda. Por cinco minutos de violencia, el mundo desaparece. Esparce el semen sobre la espalda de ella, pero no deja de pensar en los baldíos donde corría junto a su hermano y en la cabaña que alguna vez levantaron en el algarrobo cerca del río.

—La vida.

Dice saciado con el pene en la mano. Camila todavía excitada con las piernas mojadas, Encuentra en el bolsillo izquierdo de su campera de jean, la bolsa de cocaína. La prepara sobre el banco húmedo por el sudor de los cuerpos desnudos. Busca un billete de dos pesos y aspira con su nariz izquierda. Lautaro se acerca, hunde su nariz en el ángel de la soledad que ahora recorre sus venas, que lo traslada hacia el camino de tierra que todas las noches recorría  para subir ebrio, con su hermano, al Cristo redentor.

Recuerda las sierras verdes que rodeaban la casona húmeda de su abuela, el gato ciego de la vieja, su primer beso en el Cristo redentor.

—Cristo.

Dice y se despierta junto al cuerpo dormido de Camila. Lautaro se masturba sobre la espalda desnuda de Camila, hunde su sexo sobre el cuerpo de ella que entre gemidos abandona el sueño de los enfermos para despertar en la pesadilla de los adictos.

—Basta.

Grita ella pero él le tapa la boca, ella lo muerde pero Lautaro no la suelta y solo se detiene cuando el esperma cae entre las piernas de ellas mezclado entre el sudor de dos personas olvidadas. Saciado con un cigarrillo en la boca, piensa en la primera etiqueta de Marlboro que compró al borracho del pueblo, en el bar que se  encontraba bajo el Cristo redentor.

—Cristo.

Repite mientras se abrocha el pantalón y despide de Camila con el silencio de la culpa y algo de cocaína en el bolsillo. Aspira el ángel de las alas perdidas en la puerta del ascensor. Siente como el santo baila por sus arterias hasta estrellarse en su mente y explota en incontables dosis de dopamina que dilatan su pupila. Mira como las luces de la ciudad lo amenazan igual que el policía del pueblo, cuando lo descubría borracho sobre el Cristo.

—Cristo, Cristo, Cristo.

Repite y se duerme pero no detiene sus pasos. Abre los ojos sobre la ruta donde las estrellas son el único testigo, no pregunta nada aunque se imagina la noche donde todo cambió. Cuando ebrio con una botella de ginebra escaló el Cristo. Imágenes confusas se presentan en su mente: El olor húmedo del pasto, el puente que cruza el arroyo,  el sol que se esconde entre las sierras del valle, el olor a torta fritas sobre el delantal de su abuela, la cocaína, su hermano. La bocina de un camión lo arrastra  a un presente brutal construido de autos, asfalto y una Catedral de mil años levantada en el centro de Catamarca.

Lautaro hace la señal de la cruz frente a la iglesia, se arrodilla en el altar pero su pasado lo encierra,  lo golpea, mientras la dopamina de su alma reclama al ángel. Su sangre sin cocaína revive la noche en que escaló el Cristo junto con su hermano Daniel, llovía y estaban mareados por el alcohol.  
Daniel pisa mal una piedra y el abismo lo abraza, Lautaro estira su mano pero no llega. Su hermano se pierde en la oscuridad. Fue un entierro sin cuerpo pero cubierto de murmullos y voces. Se despierta en el presente sentado en la plaza al lado de un linyera que le pide cigarros y monedas de un peso.

—Pronto todo acabará.

Murmura Lautaro mientras ve como las luces de la ciudad explotan pero no le importa. Camina entre las montañas, enciende un cigarrillo. Recuerda los gritos de su madre pero sobre todo, el silencio de la abuela. Después de la muerte de Daniel la abuela ya no cocinaba. El único ruido  en la casa, eran los maullidos del gato sentado cerca de la vieja. Los años se movieron,  rosas negras crecieron en los brazos de la abuela, nunca más alimentó su alma rendida, nunca más se levantó de la mecedora. Solo abría los ojos para esperar todos los días la muerte. Cansada ya no soportó verla sufrir tanto y se la llevó mientras dormía. Dos entierros en cien días.

En el pueblo de Rodeo sus pies ensangrentados son abrazados por la soledad y el frio. Ve al Cristo en la sombra del atardecer naranja dibujado entre las sierras del valle. Las manos amarillas por la nicotina, su barba crecida, su aliento a tabaco viejo, ascienden por el camino hacia  la cima. Se descubre frente al ídolo de cemento, rodeado de rosas, promesas de papel colgadas en el alambrado. Las Rosas se marchitan de tanto esperar milagros perdidos en el universo. Salta el alambrado: desde la cornisa, Rodeo parece un monstruo dormido a la espera de su muerte. Llueve. Salta con los ojos clavados en el cielo y grita:

—Estamos a mano hermano.

El viento lo arrastra hacia el cerro y golpea su cráneo contra las piedras, la sangre mancha los árboles.  Pierde la conciencia, gira en la oscuridad como Daniel. El cuerpo se golpea sobre el cemento viejo. El cielo se despeja, los ojos de Lautaro se abren doloridos, acaricia las cicatrices de la piel.

—Todavía no estamos a mano.

Le dice su hermano al oído.

—Quizás la décima vez sea la vencida.

Piensa Lautaro, sacude el polvo de su ropa y vuelve a Buenos Aires con el paso lento, necesita más dinero y la cocaína se acaba.





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