sábado, 23 de junio de 2012

Gabo, el coronel no tiene quien le escriba

                                                     



El coronel no supo si había oído esa palabra antes o después del sueño. Estaba amaneciendo. La ventana se recortaba en la claridad verde del domingo. Pensó que tenía fiebre. Le ardían los ojos y tuvo que hacer un gran esfuerzo para recobrar la lucidez.
—Qué se puede hacer si no se puede vender nada —repitió la mujer.
—Entonces ya será veinte de enero —dijo el coronel, perfectamente consciente—. El veinte por ciento lo pagan esa misma tarde.
—Si el gallo gana —dijo la mujer—. Pero si pierde. No se te ha ocurrido que el gallo puede perder.
—Es un gallo que no puede perder.
—Pero suponte que pierda.
—Todavía faltan cuarenta y cinco días para empezar a pensar en eso —dijo el coronel.
La mujer se desesperó.
—Y mientras tanto qué comemos —preguntó, y agarró al coronel por el cuello de la franela. Lo sacudió con energía—. Dime, qué comemos.
El coronel necesitó setenta y cinco años —los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto— para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder.

— Mierda.


París, enero de 1957. Gabo. El coronel no tiene quien le escriba

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