sábado, 25 de abril de 2015

Primavera


Se alejó del mundo otra vez. Era un domingo cualquiera, se sentó en el olvidado banco donde esperaba coloridos amaneceres para luego guardarlos en su memoria. Llevaba años durmiendo mal, los cigarrillos se acababan, la inspiración moría, el dinero desaparecía.
El arte le exigía, el destino le exigía, las obligaciones le exigían. Su corazón marchitaba, su depresión lo encerraba en sí mismo. No conocía otro mundo que el de su dolor. Solo se veía a sí mismo. Se autocompadecía, olvidaba aquel que siempre le ofreció una sábana en la fría noche. Se veía a sí mismo solo frente a un universo hostil. Afuera las hojas caían despacio, cambiaban sus colores, eran la proyección de una vieja película que a él no le importaba.
Acabado el diluvio universal Mirasierras era un infierno, los edificios, los autos, los perros, los vagabundos se quemaban por el sol; él no lo notaba.
Era un músico sin talento, su acordeón tocaba la misma canción todos los días. Sus versos no eran honestos, su alma ya no respiraba.
Sentado sobre el borde del abismo, llegaba al final de su vida, un amanecer naranja, el canto de un pájaro invisible, lo salvaron. Quiso encontrarlo con su mirada, no logró verlo, solo oía su sincera voz, su dulce melodía.
Ve hacia el árbol, dijo el pájaro para luego cantarle al oído. Por primera vez en muchos años, el hombre se apartó de su sufrimiento, descubrió otra vez al mundo, con sus  colores brillantes, grises, negros, con sus grandezas, con sus miserias.  Sus ojos su humedecieron luego de tantos años secos, comprendió que el mal, el odio, el miedo sobre todo, nacían en su corazón oxidado; allá fuera, cerca del “otro” se dibujaba la luz, la oscuridad, la oscuridad, la luz.
Abrazó al viejo árbol sin preguntarse porque. Sus pies se abrieron, destruyeron sus ropas, hundió sus dedos en el césped, una corteza ocre lo cubrió hasta la cintura. Sus brazos se extendieron; de sus dedos salieron múltiples ramas en donde florecieron diversas hojas pintadas con los colores del ser, perfumadas con cerezos invisibles. Sus ojos se iluminaron, sus labios probaron la saliva, la lengua dulce, de una boca carnosa.  Un tierno rostro de niña se pintaba sobre el árbol. Las ramas lo abrazaron, pintaron dos brazos color nieve. Sobre el tronco, la silueta de una mujer desnuda amó el cuerpo del músico olvidado. Una niña desnuda acarició al joven árbol que por primera vez cantaba desde su alma, aunque no desde su voz. Antes de separarse volvieron a humedecer sus lenguas. Sus labios son ahora flores de miel, ella se alejó desnuda, se perdió entre las primeras luces de la mañana. La primavera de su vida comenzaba.


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