Se alejó del
mundo otra vez. Era un domingo cualquiera, se sentó en el olvidado banco donde
esperaba coloridos amaneceres para luego guardarlos en su memoria. Llevaba años
durmiendo mal, los cigarrillos se acababan, la inspiración moría, el dinero
desaparecía.
El arte le
exigía, el destino le exigía, las obligaciones le exigían. Su corazón
marchitaba, su depresión lo encerraba en sí mismo. No conocía otro mundo que el
de su dolor. Solo se veía a sí mismo. Se autocompadecía, olvidaba aquel
que siempre le ofreció una sábana en la fría noche. Se veía a sí mismo solo
frente a un universo hostil. Afuera las hojas caían despacio, cambiaban sus
colores, eran la proyección de una vieja película que a él no le importaba.
Acabado el
diluvio universal Mirasierras era un infierno, los edificios, los autos, los
perros, los vagabundos se quemaban por el sol; él no lo notaba.
Era un músico
sin talento, su acordeón tocaba la misma canción todos los días. Sus versos no
eran honestos, su alma ya no respiraba.
Sentado sobre
el borde del abismo, llegaba al final de su vida, un amanecer naranja, el canto
de un pájaro invisible, lo salvaron. Quiso encontrarlo con su mirada, no logró
verlo, solo oía su sincera voz, su dulce melodía.
Ve hacia el
árbol, dijo el pájaro para luego cantarle al oído. Por primera vez en muchos
años, el hombre se apartó de su sufrimiento, descubrió otra vez al mundo, con
sus colores brillantes, grises, negros,
con sus grandezas, con sus miserias. Sus
ojos su humedecieron luego de tantos años secos, comprendió que el mal, el
odio, el miedo sobre todo, nacían en su corazón oxidado; allá fuera, cerca del
“otro” se dibujaba la luz, la oscuridad, la oscuridad, la luz.
Abrazó al
viejo árbol sin preguntarse porque. Sus pies se abrieron, destruyeron sus
ropas, hundió sus dedos en el césped, una corteza ocre lo cubrió hasta la
cintura. Sus brazos se extendieron; de sus dedos salieron múltiples ramas en
donde florecieron diversas hojas pintadas con los colores del ser, perfumadas
con cerezos invisibles. Sus ojos se iluminaron, sus labios probaron la saliva,
la lengua dulce, de una boca carnosa. Un
tierno rostro de niña se pintaba sobre el árbol. Las ramas lo abrazaron,
pintaron dos brazos color nieve. Sobre el tronco, la silueta de una mujer
desnuda amó el cuerpo del músico olvidado. Una niña desnuda acarició al joven árbol
que por primera vez cantaba desde su alma, aunque no desde su voz. Antes de
separarse volvieron a humedecer sus lenguas. Sus labios son ahora flores de
miel, ella se alejó desnuda, se perdió entre las primeras luces de la mañana.
La primavera de su vida comenzaba.
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